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Tuesday, June 28, 2016

Como una presa cazada


 
BEATIFICACIÓN DE MONSEÑOR ROMERO, 23 DE MAYO DEL 2015
 

 




Un comentario del escritor salvadoreño Berné Ayalá sobre los aspectos forenses del asesinato del Beato Óscar Romero presenta nuevos insumos para analizar el “odium fidei” (odio a la fe) de los asesinos.  Ayalá, que tuvo militancia política y militar en el Partido Comunista Salvadoreño durante la guerra civil salvadoreña, examina las armas y el daño causado, para llegar a la conclusión esencialmente que Mons. Romero fue cazado como un animal por sus perseguidores, casi como un nuevo San Sebastián—el santo generalmente representado atado a un poste bajo una lluvia de flechas de perseguidores que quieren asegurar que esté muerto.

Los asesinos de Romero, dice Ayalá, utilizaron “un arma y munición que suele utilizarse en un deporte como la caza”; pero no una caza cualquiera—dígase, codornices o conejillos de indias—sino la “caza mayor” como de osos polares.  El objetivo al desplegar tan gran poder de fuego y fuerza destructiva era de lograr un golpe certero, una matanza quirúrgica.  Ayalá se refiere al fusil listado en la agenda de la “Operación Piña” allanada en posesión de Roberto D’Aubuisson en 1980 que Ayalá considera que fue utilizado—el .257 Roberts.  Una fanática en una página web de cazadores deportivos pavonea haber matado un oso con un rifle Roberts, mientras que en otra página, otro deportista comenta la facilidad con la que derribó un ciervo mula: “Este ciervo absorbió un tiro desde 200 yardas introducido detrás del hombro en ángulo bastante ajustado y le salió por el cuello.  Cayó tan rápido que pensé que se había vaporizado.”

Víctimas del .257 Roberts.
Cuando semejante rifle detonó sobre el Beato Romero, liberó según Ayalá “una mayor fuerza de impacto que puede superar las ciento cincuenta libras de energía en la boca del cañón” y dobló el peso del cuerpo del prelado sobre su espalda, empujándolo hacia atrás al suelo.  Pero lejos de ser una explosión descontrolada, se trataba de un uso de energía expertamente gestionada, escribe Ayalá: “de la manera que un jugador de billar define con suficiente antelación los impactos en cadena y las troneras donde ha de meter esta o aquella bola”.  Así, el tirador pudo “presumir el desvío de la bala a partir de su ángulo de rotación y por consiguiente la fragmentación” dentro del tórax de Romero y su incrustación en su pecho, sin salir de su cuerpo.  El objetivo: causar el máximo daño interior a los órganos vitales, una grave hemorragia interna y una coagulación de sangre “suficiente para matar a un hombre en pocos segundos”.  Ayalá supone que el francotirador “muy probablemente estudió el lugar y practicó el tiro de cincuenta metros antes de llegar frente a la capilla aquel lunes 24 de marzo de 1980”.

Si bien Ayalá (autor de “La Bitácora de Caín”—una novela sobre la conspiración para asesinar a Mons. Romero) se limita a comentar las implicaciones logísticas y operacionales del crimen, no deja de aludir a los aspectos teológicos del asunto.  Cazar a un hombre como un animal, sujetar a la autoridad más alta de la Iglesia a una trata así bestial, es negar al hombre la dignidad de ser hijo de Dios y por eso implica odio a la fe que nos enseña lo contrario.  En contraste a otros asesinatos desordenados y brutales de la época, el asesinato quirúrgico del despreciado arzobispo “polémico” refleja una gran determinación para acabar con él.

Este crimen requirió de una pericia especial, de una fineza muy calculada y fue  concertado por una élite con abundantes recursos materiales y financieros”, finaliza Ayalá.  El secreto que ronda este caso solo puede mantenerse con las babas del poder”.

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