MONSEÑOR ROMERO Y YO
Yo a penas llegué a conocer a monseñor Romero. Como en las viejas películas de “Ben-Hur” en que los héroes se encuentran por casualidad con Jesucristo en una escena melodramática que tiene poco que ver con la historia del film, llegué a rosarme con monseñor en episodios breves y transitorios de mi niñez. Pero algún día, si Dios me lo concede, podré atestiguar ante generaciones que no lo conocieron, de que sí lo vi, aunque a penas logré hacerlo.
Nuestra coincidencia en este “valle de lágrimas” fue un parpadear de ojos. Cuando yo nací en 1968, a monseñor ya solo le quedaba poco más de once años en su peregrinación sobre esta tierra. Y cuando él llegó a ser arzobispo de San Salvador, que fué la primera vez que pasó por mi conocimiento, a mi ya solo me quedaba año y medio en el país. Pero, su impacto fue tremendo, desde un principio.
Bien me acuerdo de la primera vez que ví su foto, en blanco y negro, en el “Diario De Hoy”, en 1977, cuando fue elevado a arzobispo de San Salvador . Leí la entrevista, y le seguí sus primeros y dramáticos pasos a través de la radio, oyendo sus impresionantes homilías dominicales, como el resto de la nación. Mi abuelita que me crió me llevaba a catedral en las fechas más importantes del calendario litúrgico, como la navidad, semana santa, y el día de la transfiguración del Divino Salvador.
Fue en este marco que presencié su apostolado profético en horas tan culminantes de su ministerio público. Fue en 1977 que asesinaron al padre Rutilio Grande, y al padre Alfonso Navarro unos meses después. Me acuerdo de asistir a catedral un sábado de gloria y observar una fogata de los Boy Scouts en la Plaza Barrios. Me acuerdo ver a monseñor Romero y algunos de sus sacerdotes en procesión alrededor del interior de la catedral, perfumando el templo con incienso, y rociándolo con agua bendita mientras que la feligresía cantaba, “Ya el Señor resucitó/Resucitó ya el Señor.” Me acuerdo ver camiones con soldados alrededor de la plaza y pensar que ellos estaban allí para participar en la misa, tal vez dando protección al rebaño de los fieles. Nunca se me ocurrió a mis nueve años de edad que sería más siniestra su presencia.
Pero, mis memorias más íntimas, y sacrosantas de monseñor Romero fueron encuentros más cercanos, aunque todos fuesen pasajes instantáneos. Son tres episodios los que prevalecen sobre todos los otros, y que han quedado grabados en mi recuerdo para siempre. Una vez, entró monseñor Romero, sin aviso por adelantado, a una misa que yo asistía con mi abuela en la Iglesia de San Esteban, en el barrio del mismo nombre. Ya que la misa había empezado, lo anunciaron con un parlante portátil desde atrás del templo, donde según me acuerdo, el iba llegando en un carro. Entró por la nave principal de la iglesia, con una casulla verde y su mitra episcopal, bendiciendo y saludando a los allí presentes, y pasando directamente enfrente de mí. Aunque fue ligero el momento, hoy me quedo impresionado de que San Esteban fue el primer mártir de la cristiandad. Para mí fue como un signo y una bendición vivir esa coincidencia.
En otra ocasión, habíamos ido mi abuelita y yo a la misa en la catedral, y al salir de la iglesia, vimos que monseñor Romero estaba saludando a la gente en las gradas de la iglesia, ante la Plaza Barrios. Aprovechando de un campito que se abrió en los gentíos que lo rodeaban, en un instante en que no había nadie, mi abuelita se le acercó y se arrodilló ante él para besarle su anillo. En ese momento el la coronó con una bendición pontífica. Por ser un poco tímido, yo no me acerqué mucho a él, pero mejor me quedé a un lado apreciando ese beatífico escenario. Para mí, mi abuela y Monseñor Romero han sido mis padres espirituales, y ese marco se me figura un retrato familiar.
El tercero encuentro es el más íntimo, pero en ciertos aspectos, también el más imprescindible y elusivo. Estábamos otra vez en catedral, posiblemente el mismo sábado de gloria indicado anteriormente. Entré a un vestíbulo con el motivo de confesarme. Hay un empañamiento del hecho, un misterio, que se envuelve con el misticismo y el espiritualismo del momento para convertir al episodio a algo más allá de la historia, y del tiempo. ¡Pero, al oír esa voz inconfundible, quedé con la indudable certidumbre de que monseñor Romero era mi confesor! Me acuerdo que sus preguntas me impresionaron por la falta de formalidad, de austeridad en su estilo de platicar conmigo: En vez de recitar las frases repetitivas de una confesión formal, me preguntó de qué parroquia venía, y otras cosas que no eran estrictamente parte de la obligada o acostumbrada revisión. Aunque sí estuve seguro de quien era, tomo cierto deleite en poder dudar si era él, porque le añade a la mística del momento, y verdaderamente, a la persistencia sobrenatural de su presencia en nuestras vidas. Monseñor Romero fue un ser espiritual, cuya presencia en la historia no se explica con la regla estéril de la ciencia, o la ciencia política, o la teología social. Fue una fuerza espiritual, como la sombra de Dios que flotaba sobre nuestro suelo.
Después de mi salida de El Salvador en 1978, seguí oyendo la voz del profeta gritándome al oído. En primer lugar, mi abuelita me mandaba cassettes con sus sermones, junto con la semita y el quesito “capa-roja” que me hacían sentirme en mi lugar cuando no lo estaba. En noviembre de 1979, me acuerdo de ver una noticia en la televisión hispana de que esperaban a monseñor Romero en Nueva Jersey . Resulta que estaba de llegar, pero tuvo que cancelar el viaje al último minuto, debido a que la situación siempre inestable de la vida nacional salvadoreña. En la catedral de San Patricio de Nueva York , donde esperaban que celebrara una misa, se reunió la comunidad que solo se quedó con las ganas de verlo.
En marzo de 1980, yo asistía al quinto grado en una escuela en Queens, Nueva York. La mayoría de los niños eran Afro-Americanos, y los únicos hispanos en mi clase eran de Puerto Rico y de Sudamérica. En el quinto grado, tenía un profesor muy estricto, un señor judío, con una barba gris, y cabeza calva y aceitada, llamado Mister Spatz. Mister Spatz me humillaba al dirigirme instrucciones en inglés, ordenándome a llevarle ciertos útiles, y yo le llevaba los equivocados. Su intención era a enseñarme el inglés, pero las carcajadas y las burlas de los otros alumnos solo me confundían más de lo que pudiese aprender.
El cuarto lunes de ese marzo, Mister Spatz me notó muy deprimido, y con bajos espíritus. Estuve muy callado todo el día y mi concentración estaba distraída. El día siguiente era el 25 de marzo y ahora Mister Spatz había entendido el por qué de mi depresión el día anterior (aunque yo no me había enterado sobre el asesinato de Mons. Romero hasta el siguiente día), y me expresó su pésame por la tragedia que indignó a todo el mundo. La bala que perforó el tórax de Mons. Romero me partió a mí el corazón, y he estado desde entonces tratando de rellenar la brecha, lo que da impulso a este blog.
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