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La tierra prometida
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En su homilía del 16 de marzo de 1980, Monseñor Romero señala una Tierra Prometida que se debate entre espejismo y realidad extremadamente remota que no obstante se vislumbra. (Esta es una serie sobre las siete últimas homilías de Mons. Romero: Lea el texto de esta homilía en español acá y en inglés acá.) En su momento, el líder afro-americano Rvdo. Martin Luther King, Jr. estuvo en la misma situación, y dijo que Dios, “me ha permitido subir a la montaña ... y he visto la tierra prometida. Quizá no la alcance con ustedes. Pero quiero que sepan esta noche que ¡nosotros, como Pueblo, vamos a llegar a la tierra prometida!”. (King, discurso del 3 de abril de 1968.)
Como el pastor King, Mons. Romero no se dejó vencer por el temor. Setenta y dos candelas de dinamita encontradas en el altar la semana anterior no lo disuadieron de su misión profética: “en vez de sentir miedo, sintamos más confianza”, esmeró a la feligresía. El propio espectro de la guerra civil, que ya se presentía, tampoco le causaba darse por rendido: “yo quisiera decirle a todos mis queridos hermanos que no estemos tan impresionados por una próxima guerra civil”, insistía. “Hay salidas todavía racionales que sinceramente tenemos que buscar.” Cara a cara con una sociedad irremediablemente resquebrajada, hacía llamadas a los diversos sectores individualmente: “Llamo a la oligarquía a colaborar con el proceso del pueblo ... Al gobierno ... A la coordinadora revolucionaria de masas ... Finalmente, un llamamiento a los grupos guerrilleros”. A cada uno de los contrincantes, Mons. Romero dirigía una interpelación adecuada a sus circunstancias particulares, pero cada una de estas súplicas tenía el mismo mensaje al fondo: “¡Conviértanse, reconcíliense, ámense, hagan un pueblo de bautizados, una familia de hijos de Dios!”
La situación era grave. “Nos hemos polarizado”, analizaba Mons. Romero: “cada uno de nosotros está polarizado, se ha puesto en un polo de ideas intransigentes, incapaces de reconciliación, odiamos a muerte”. El remedio era igual para cada uno: “Que no llegue a ser tan profundo el modo como tú quieres a tu país distinto del otro que lo quiere de otra manera, que te sientas que tú eres el único dueño de las soluciones y como si fueras el único dueño del país”. En una de las frases más increíbles de su arzobispado, Mons. Romero exclamó aquel domingo—el penúltimo domingo de sus predicaciones—“ Dios lo quiere”. Esta es la misma frase (“Deus Vult”) que el Papa Urbano II había utilizado en el año 1095 para lanzar la Primera Cruzada, solo que el antiguo líder de la cristiandad la usó para hacer guerra, mientras que Mons. Romero la usó para insistir en la Paz, predicando de que “nada violento puede ser duradero, que hay perspectivas aún humanas de soluciones racionales y, sobre todo, por encima de todo, está la palabra de Dios que nos ha gritado hoy: ¡RECONCILIACION!” La palabra era inequívoca para Mons. Romero y declaró: “Soy un Ministro de esa Iglesia de la reconciliación”. Quería actualizar las palabras de “San Pablo hablándole a los corintios, como lo que yo pudiera decir aquí hablando a los santos de San Salvador que son ustedes los bautizados, los que forman el pueblo de Dios. Como Pablo a los Corintios yo les digo a ustedes sus mismas palabras: nos encargó el servicio de reconciliar”.
Para, Mons. Romero, la reconciliación, la paz social, era la tierra prometida—la meta actual. “Cada país tiene su tierra prometida en el territorio que la geografía le señala”, fue su punto de partida. Pero sobre este significado textual estaba una “realidad teológica: de que la tierra es un signo de justicia, de la reconciliación”. Monseñor desarrolla la idea a través de diversas fuentes bíblicas, comenzando con la lectura del día sobre la Pascua de Gilgal, celebrada por Josué en la tierra prometida: “no olvidemos que la tierra está muy ligada a las bendiciones y promesas de Dios”, recordó Monseñor. “Adán saliendo del paraíso, hombre sin tierra, es fruto del pecado”. Posteriormente, “‘Toda esta tierra te la daré’, le había dicho Dios a los patriarcas; y después del cautiverio, conducidos por Moisés y Josué, aquí está la tierra”. Tejiendo otras ideas, Monseñor cita el Libro de Oseas cuando Israel olvida “que de Dios ha recibido la tierra y los frutos”, y con las «Confesiones» de San Agustín cuando advierte contra la explotación y el hedonismo . Finalmente, refiere “una preciosa Carta Pastoral de todos los obispos del Brasil,” titulada precisamente “La Iglesia y la Tierra”, para matizar el tema central de su homilía: que la aproximación “hacia la tierra prometida, es el símbolo de un peregrinar, de un retornar, de un buscar la reconciliación”.
El tema de la tierra era extremadamente oportuno el 16 de marzo de 1980, cuando la dictadura militar pretendía ofrecer una reforma agraria para dar una distribución más equitativa de la tierra y así prevenir el conflicto sanguinario que se avecinaba y que Mons. Romero quería desesperadamente evitar. “Las reformas agrarias son una necesidad teológica”, admite sin reparos Mons. Romero. “No puede estar la tierra de un país en unas pocas manos, tiene que darse a todos; y que todos participen de las bendiciones de Dios en esa tierra”. Citando a los Obispos de Brasil y haciendo suya su pronunciación, Mons. Romero declara: “Apoyamos los esfuerzos del hombre del campo por una auténtica Reforma Agraria, que le posibilite el acceso a la tierra en condiciones favorables para su cultivo”. La Iglesia no se estaba enfrentando con el gobierno sobre esa reforma. Era otro el tema.
De nuevo, Mons. Romero nos regresa al Antiguo Testamento, y a otro capítulo relacionado con la tierra. “Una vez más”, acusa Mons. Romero al catalogar una semana de desatada represión, “el Señor pregunta a Caín: ¿Dónde está Abel, tu hermano?” Aparte del fallido atentado dinamitero en su propia basílica, otra iglesia capitalina había sido ametrallada, y las víctimas fatales de la semana ascendían a niveles jamás imaginados. “Y aunque Caín le responde al Señor que no es el guardián de su hermano, el Señor le replica: La sangre de tu hermano me está gritando desde la tierra”. En solo cuatro días habían sido ultimados 43 campesinos, 11 obreros, 22 estudiantes, 2 profesionales, 5 otras personas de los sectores populares y 3 miembros de las fuerzas de seguridad. “Por eso te maldice esta tierra, que ha abierto sus fauces para recibir de tus manos la sangre de tu hermano. Aunque cultives la tierra, no te pagará con su fecundidad”. La tierra prometida se encontraba hipotecada por el pecado.
Y esta era la razón porque, a pesar de favorecer la reforma agraria, y su implicada equitativa distribución de la tierra, la Iglesia no podía estar conforme con esta reforma: “No olvidemos esa palabra de Dios a Caín: la tierra ensangrentada nunca podrá ser fecunda. Las reformas ensangrentadas nunca podrán ser fructuosas”. El ejemplo fratricida de Caín y Abel hace contraste dramático con el Evangelio del día, la parábola del Hijo Prodigo, que Mons. Romero caracteriza como “la parábola de la reconciliación cristiana”. Se detiene primero para comentar que constituye una “página bellísima” de las Escrituras. “Yo no sé si hay una página más bella en el Evangelio”, se maravilla. “Todo el Evangelio es bellísimo, pero cuando uno lee lo que hoy hemos escuchado: los dos hijos, el hijo menor que toma su herencia y se va a derrocharla y, sobre todo, el cariño de aquel padre que está esperando; y la reconciliación final de la parábola... uno dice: ¡qué vida más hermosa si de veras, a pesar de nuestros pecados, tuviéramos en cuenta el proyecto de Dios para reconciliarnos con Él”.
Solo al hacerlo seríamos, “una patria de hermanos, todos hijos de un Padre que nos está esperando a todos con los brazos abiertos. Así sea”.
Su homilía había durado casi dos horas. Ahora le quedaba una semana y un día para vivir.
SIGUE: ¡Cese la represión! (inglés)
Post Datum: En su «Mensaje Para la Cuaresma 2011», el Papa Benedicto XVI también advierte contra “un vínculo egoísta con la ‘tierra’, que nos empobrece y nos impide estar disponibles y abiertos a Dios y al prójimo”. Acercándonos a los pobres, dice el Papa, nos acercamos a Dios: “haciendo más pobre nuestra mesa aprendemos a superar el egoísmo para vivir en la lógica del don y del amor; soportando la privación de alguna cosa —y no sólo de lo superfluo— aprendemos a apartar la mirada de nuestro 'yo', para descubrir a Alguien a nuestro lado y reconocer a Dios en los rostros de tantos de nuestros hermanos”.
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