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El 24 de marzo de 1980, “Monseñor Romero había amanecido con su sotana blanca”. (Jesús DELGADO Acevedo, Oscar A. Romero—Biografía, Ediciones Paulinas, Madrid, España, 1986.—Esta es una serie sobre las siete últimas homilías de Mons. Romero: Lea el texto de esta homilía en español acá y en inglés acá; escuche el audio acá.) Al ver que vestía su sotana de paseo, las monjas le preguntaron a donde iría y él les contestó, “A donde yo voy ustedes no pueden ir”. (Ibid.)
Las actividades de aquel día lo llevarían a la playa para una convivencia de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz (mejor conocido como “Opus Dei”), a una “misa entre campesinos, en una humilde iglesia consagrada a la Virgen de Lourdes en el cantón Calle Real, ubicado en el área rural del municipio de Delgado, a mitad de camino entre San Salvador y Apopa”, y finalmente a hacer su último examen de conciencia ante su confesor el P. Segundo Azcue, S.J., en Santa Tecla. (José Miguel CEJAS, Los últimos días de Óscar Romero, ConElPapa.com; Roberto VALENCIA, El amigo de Monseñor Romero, La Prensa Gráfica, 20 de marzo de 2011; James BROCKMAN, Romero: A Life [Romero, una vida]. Nueva York: Orbis Books, 1999, pág. 243.) El último compromiso que Mons. Romero tenía aquel lunes fue publicado en un aviso en el periódico que decía que la familia de la Sra. Sara Meardi de Pinto, fallecida un año atrás, “le invitan a la Santa Misa que oficiará el Señor Arzobispo de San Salvador, en la Iglesia del Hospital de la Divina Providencia ... a las 18 horas de este día”. (Carlos DADA, Así matamos a Monseñor Romero, El Faro, 22 de Marzo de 2010.) La Misa era íntima y sencilla, uniendo a la familia de la difunta y a algunas de las monjas del Hospitalito. (BROCKMAN, Op. cit., pág. 244.)
La lectura era del Evangelio de San Juan 12, 23-26: “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, produce mucho fruto”. (Ibid.) A esta, Mons. Romero agregó una lectura del Vaticano II que reza, “La figura de este mundo, afeada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano”. («GAUDIUM ET SPES», 39.) El fragmento recordaba lo que Mons. Romero había predicado durante las exequias del P. Octavio Ortiz Luna el año anterior: “la figura de este mundo pasa y sólo queda la alegría de haber usado este mundo para haber impulsado allí el reino de Dios”. (Homilía 21/1/1979.) El P. Octavio era uno de seis de sus sacerdotes asesinados que Mons. Romero había tenido que enterrar en los tres años de su arzobispado. (Los otros eran Rutilio Grande y Alfonso Navarro en 1977; Ernesto Barrera en 1978; y Rafael Palacios y Alirio Napoleón Macías en 1979.) “Pasarán por la figura del mundo todos los boatos, todos los triunfos, todos los capitalismos egoístas, todos los falsos éxitos de la vida”, había predicado: “lo que no pasa es el amor ... En la tarde de tu vida te juzgarán por el amor”. (Ibid.)
Ahora en la tarde de su propia vida, Mons. Romero habló del amor de la difunta por cuya alma se ofrecía la misa. “Recordamos pues”, dijo, “con agradecimiento, a esta mujer generosa que supo comprender las inquietudes y esfuerzos de su hijo y de todos aquellos que trabajan por un mundo mejor, y supo también poner su parte de granito de trigo en el sufrimiento”. Sus palabras recordaban una homilía al principio de su arzobispado sobre el martirio, que el Evangelio llama el “amor más grande” (Juan 15:13): “tener espíritu de martirio, es dar en el deber, en el silencio, en la oración, en el cumplimiento honesto del deber; en ese silencio de la vida cotidiana, ir dando la vida, como la da la madre que sin aspavientos, con la sencillez del martirio maternal da a luz, da de mamar, hace crecer, cuida con cariño a su hijo”. (Hom. 15/5/1977.)
Mons. Romero habló de la importancia de dar al trabajo social, tan necesario en aquella hora, una dimensión de trascendencia para hacerlo más duradero y valioso, “pues todo esto está redundando ahora, en esplendores de una corona que ha de ser la recompensa de todos los que trabajan así, regando verdades, justicia, amor, bondades en la tierra y no se queda aquí, sino que purificado por el espíritu de Dios”. Esto cuadraba con las últimas palabras que había pronunciado el día anterior en su misa dominical, en la que decía que su prédica no estaba preocupada solamente con una dimensión política, terrenal, sino con “la trascendencia que mira ante todo a Dios y sólo de Dios deriva su esperanza y su fuerza”. (Hom. 23/3/1980.)
La vida de Mons. Romero tuvo ciertos paralelismos con la vida de Cristo: ambos viven existencias relativamente anónimas, aprendices de carpintería, que culminan en ministerios públicos de tres años que son eminentemente destacados. Los dos entran en sus ministerios proféticos presagiados por un profeta asesor (Juan el Bautista, Rutilio Grande). Los dos son mal entendidos y perseguidos por sus predicaciones, que son interpretadas por los poderes temporales como una intervención subversiva en la política. Cristo reflexiona sobre su sacrificio en Getsemaní y Mons. Romero ora en su último retiro en Santa Tecla. Los dos superan sus dudas. Como Cristo, Mons. Romero estaba marcado para la muerte. (“Todo el tiempo en que Jesús está hablando, yo no puedo imaginarme que no va a ser matado … Si estás siguiendo la vida de Jesús de día a día, te debes estar diciendo, ‘Alguien va a matar a este hombre’,” John Dominic Crossan, FRONTLINE, “From Jesus to Christ” [De Jesús a Cristo], PBS, 1998, Primera Parte, Capitulo 4) Los periodistas y observadores extranjeros presentían y comentaban el destino de Mons. Romero: “Todos los que reportábamos sabíamos que sería asesinado”, asegura uno de ellos. (Christopher DICKEY, When Death Came For the Archbishop [Cuando la muerte llegó para el arzobispo], NEWSWEEK, 24 de marzo de 2010.)
Como Cristo, Mons. Romero enfrentó el momento de su Sacrificio con serenidad: Mons. Romero espió a los asesinos posicionándose a la entrada de la Capilla y al francotirador apuntándole con su rifle. Así lo confirman manchas en sus vestimentos indicativas “de una efusión repentina y profusa” debido a que “en los segundos anteriores a su muerte, Mons. Romero, habiendo visto a su asesino, sudó como una reacción natural al ‘shock’ y la anticipación de lo que estaba a punto de suceder”. (Stonyhurst Curator returns to San Salvador, ROMERONEWS, edición no. 3, enero del 2009.) “Que este cuerpo inmolado y esta Sangre Sacrificada por los hombres nos alimente también para dar nuestro cuerpo y nuestra sangre al sufrimiento y al dolor”, dijo, preparando la Eucaristía, “como Cristo—no para sí, sino para dar cosechas de justicia y de paz a nuestro pueblo”. El amigo de Mons. Romero, Mons. Ricardo Urioste también sostiene que Mons. Romero vio a sus asesinos en los segundos antes del disparo (Comentario de Mons. Urioste en la Celebración Ecuménica del Vigésimo Aniversario del Martirio de Mons. Romero en Catedral Metropolitana, 24 de marzo del 2000), algo que es lógico dado que Divina Providencia es una Capilla pequeña. Sin desmayarse ante a la muerte, Mons. Romero concluyo su oración con serenidad: “Unámonos pues, íntimamente en fe y esperanza a este momento de oración por Doña Sarita—y por nosotros”. En ese momento, estalló el disparo.
Mons. Romero había cumplido la “promesa” de sus notas en su ordenación sacerdotal de 1942:
Por tu Sagrado Corazón yo prometo darme todo por tu gloria y por las almas. Quiero morir así, en medio del trabajo; fatigado del camino, rendido, cansado... me acordaré de tus fatigas y hasta ellas serán precio de redención, desde hoy te las ofrezco. Señor Jesús, por tu Corazón y por las almas: promitto [prometo].(Jesús DELGADO Acevedo, Romero, Un joven aspirante a la santidad, ORIENTACIÓN, Vol. LV Nº 5463, 25 de marzo del 2007.)
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