AÑO
JUBILAR por el CENTENARIO del BEATO ROMERO, 2016 — 2017:
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Las
conmemoraciones este año de los centenarios de las apariciones de la Virgen de
Fátima y del nacimiento del Beato Óscar Romero, Obispo y Mártir de El Salvador,
ponen en relieve lo que ha sido un siglo de una Iglesia de Mártires. Como explicaba el
cardenal Ratzinger (después Papa Benedicto XVI), en el “tercer secreto” de
Fátima, “vemos a la Iglesia de los
mártires del siglo apenas transcurrido”.
Según la interpretación oficial,
el mensaje de Fátima recomienda a la Iglesia oración y penitencia para afrontar
retos como la I y II Guerra Mundial y la Guerra Fría.
Pero la lectura
de Fátima se encarna en la vida de Mons. Romero, nacido en 1917 en medio de las
apariciones marianas en Portugal ese año, y situado por las circunstancias en
los grandes escenarios de esa profecía. La
Iglesia de 1917 es reconocible, pero diferente a la actual: Ni Juan Pablo II ni
Benedicto XVI, ni mucho menos el Papa Francisco, habían nacido todavía. La primera guerra mundial estaba devastando
Europa. El Papa Benedicto XV había publicado un plan de siete puntos, plasmado
en su exhortación apostólica «Dès le Début», para buscar
la paz. Estos eran días en que el Papa era un prisionero en el Vaticano.
El Tercer Secreto revelado por la Santísima Virgen a los pastorcitos de
Fátima el 13 de julio de 1917 habla de “un
Obispo vestido de Blanco” que atravesará “una gran ciudad medio en ruinas y medio tembloroso con paso vacilante,
apesadumbrado de dolor y pena, rezando por las almas de los cadáveres que
encontraba por el camino”, asesinado ante una gran cruz “por un grupo de soldados que le dispararon
varios tiros de arma de fuego y flechas”.
Un mes más tarde, en la Fiesta de la Asunción de la Virgen, nacerá en un
pequeño país lejano, el único en el mundo con el nombre del Divino Salvador, un
niño que llegará a ser el primer obispo asesinado en el altar en más de ocho
siglos.
Cuando explotó
la Segunda Guerra Mundial, Óscar Romero estaría en Roma de seminarista, donde
pasó seis años, varado en la Ciudad Eterna por causa del conflicto. “Europa
y casi todo el mundo eran un puro incendio durante la segunda guerra mundial”,
recordaría Romero años después. “El
temor, la incertidumbre, las noticias de sangre sembraban ambiente de pavor”,
dijo entonces. Romero vio—de cerca—la cara
de la guerra: “Las sirenas anunciaban
casi todas las noches incursiones de aviones enemigos y había que correr a los
sótanos; dos veces no sólo fueron anuncio, sino que los suburbios de Roma
fueron acribillados por horribles bombardeos”. Vivió también el hambre y la pobreza.
Viajando de regreso a su patria, Romero fue
detenido en un campo de concentración en Cuba.
“La alimentación era muy
deficiente”, dice Gaspar Romero, el hermano menor del Beato; “Óscar adelgazó muchísimo” y fue obligado
a hacer “trabajos forzados”, escribe
María López Vigil, “lavando inodoros,
lampaceando, barriendo”. Romero estuvo detenido en la isla por tres
meses antes de poder regresar a su país.
A pesar de estos
inconvenientes, Romero fue testigo de la resistencia espiritual de la Iglesia
ante el afán de poder de los fuertes. “La palabra serena del Vaticano en medio de
las borrascas de la política y de los grandes errores, ha hablado muy claro al
que quiere oír”, reflexionó Romero después de la Segunda Guerra Mundial, ya
de regreso en su país.
Romero también
encarnó la realidad que vino después de la guerra mundial, que fue el conflicto
perenne de la Guerra Fría, y cuando su país se convirtió en escenario principal
de este conflicto global, Romero vivió aquello que el Cardenal Ratzinger describió
como la profecía de Fátima: “el siglo
pasado como siglo de los mártires, como siglo de los sufrimientos y de las
persecuciones contra la Iglesia, como el siglo de las guerras mundiales y de
muchas guerras locales que han llenado toda su segunda mitad y han hecho
experimentar nuevas formas de crueldad”.
Romero en un ícono de los “Nuevos Mártires” en Roma. |
A todo esto, podríamos
agregar que Romero aporta otra dimensión esencial para la Iglesia que muchas
veces se deja afuera del legado de Fátima: a Romero le toca vivir en carne
propia el compromiso del Concilio Vaticano II, y se convierte, según Mons.
Vincenzo Paglia, el postulador de su causa, en el primer mártir del Concilio. Según Paglia, “el martirio de Monseñor Romero es el cumplimiento de una fe vivida en
su plenitud; una fe que emerge con fuerza en los textos del Concilio Vaticano
II”. Para Paglia, Romero es
el
primer testimonio de una Iglesia que se mezcla con la historia de un pueblo con
el que vive la esperanza del Reino … entre los primeros en el mundo que trató
de traducir las enseñanzas conciliares sobre la historia concreta del
continente, teniendo el valor de tomar una opción preferencial por los pobres,
y de dar testimonio, en una realidad marcada por profundas desigualdades, a la
vía del diálogo y la paz.
Para Romero,
Fátima era sinónimo de martirio, “y al
encuentro de esta Iglesia peregrina dispuesta al martirio, al sufrimiento, sale
María para decirnos en la visión del Apocalipsis, que ella es el signo de las
almas valientes, de las almas que no traicionan su fe, de las almas que están
dispuestas como las que aquí han salido a su encuentro, al martirio si fuera
necesario” (Homilía sobre Fátima del 15 de mayo de 1977). Ese martirio es causa de esperanza, predica
el Beato Romero: “hermanos, yo les digo:
no nos aflijamos, sintamos la alegría, el espíritu de la valentía, nuestra
entrega a Dios. Cuanto menos encontremos el apoyo en las cosas de la tierra,
mayor será la protección de Dios” (compárese Ratzinger: “una Iglesia sufriente, una Iglesia de
mártires, se convierte en señal orientadora para la búsqueda de Dios por parte
del hombre”).
El mensaje de
Fátima se convierte, en el análisis final, en el mensaje de Romero. “¡Penitencia,
Penitencia, Penitencia!”, clama el Ángel de Fátima. Y Romero: “Haced penitencia, convertíos, dejad los malos caminos. Qué oportuno es
salir en esta hora a todos los caminos de la patria, donde encontramos tanto
odio tanta calumnia, tanta venganza, tanto corazón perverso, para decirles: ‘convertíos’.” Así predicaba Romero en 1977, y ese mismo
mensaje siguió siendo su catequesis, que seguía implorando en marzo de 1980: “¡Haced penitencia, convertíos! Hermanos, si alguna vez vale esta observación
del Señor, aquí en nuestra patria, cuando la vida está en peligro por todas
partes, es este momento: ¡convertíos!” (Hom. 9 marzo 1980.)
Lo demás es
historia. De esta manera, los cien años
de Romero corren paralelamente con el siglo que ha vivido la Iglesia desde la revelación
de Fátima. Sin embargo, sería un error
pensar que las dos cosas se refieren a un capítulo cerrado. Al contrario, la tendencia apunta a una
realidad de martirio, persecuciones y conflictos que siguen ardiendo, y un
compromiso social de la Iglesia, y disponibilidad al martirio, que va
profundizando.
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