DEL NON CULTU
Maffeo Barberini asumió el trono de San Pedro en el año 1,623 bajo el nombre papal de Urbano VIII y durante su pontificado influyó sobre el proceso de los santos en maneras que impactan el proceso de canonización de Monseñor Romero el día de hoy. Bajo su reinado se canonizó a San Ignacio de Loyola, el fundador de los jesuitas, una orden sacerdotal que jugó un papel dramático durante el arzobispado de Monseñor Romero, y de cuyos ejercicios espirituales, Monseñor tomó su lema episcopal “sentir con la Iglesia”. Pero el tema que nos ocupa aquí puntualmente son los decretos de Urbano VIII reservando la exclusividad de la canonización a la Santa Sede.
Mons. Romero explícitamente se sometió a esta autoridad exclusiva del Vaticano: “ser mártir supone un proceso de la suprema autoridad de la Iglesia, que lo proclame mártir ante la Iglesia Universal: yo respeto esa ley y jamás diré que nuestros sacerdotes asesinados han sido mártires todavía canonizados”. (Homilía del 23/9/1979.) Sin embargo, existe cierto enfrentamiento entre la pretensión de exclusividad de la Iglesia y el clamor popular de que, “Monseñor Romero ya ha sido santificado por el pueblo salvadoreño” (atribuido al P. José María Tojeira, Sonia Escobar, Monseñor Romero sigue vivo en su pueblo, DIARIO CO LATINO, 31 de marzo del 2008.) Para la Iglesia, “el problema” es que “una parte política quería tomarlo injustamente para sí como bandera, como figura emblemática” (Papa Benedicto XVI, Entrevista, 9 de mayo de 2007). Pero esto debe ser balanceado contra los “peligros” de “canonizar a un Monseñor bueno, piadoso, sacerdotal, pero en definitiva a un Monseñor aguado” y el de olvidar que por prioritaria que sea la pretensión de la Iglesia sobre su arzobispo, “Monseñor Romero, como salvadoreño, como ser humano y como cristiano, es de todos”. (Jon Sobrino, El proceso de canonización de Monseñor Romero, Revista ECA, 2007.)
Existe la posibilidad de un verdadero enredo en la causa de beatificación de Mons. Romero en cumplir los decretos de “non cultu” de Urbano VIII. El cumplimiento con estos requisitos debe ser confirmado en cada proceso de beatificación. DIVINUS PERFECTIONIS MAGISTER, 1983, § 6. Los decretos imponen prohibiciones de “culto” público a una persona antes de ser el culto autorizado por la Santa Sede a través de un decreto de canonización. Urbano VIII prohibe, por ejemplo, retratos de personas con un resplandor detrás de su cabeza, como se acostumbra visualizar a los santos oficiales de la Iglesia. También se prohíben construir altares, Iglesias, a esos santos. Y esto topa un poco con otro requerimiento, el cual es el requisito que un candidato a los altares tenga una “fama de santidad.” Aunque se requiere fama de santidad, que aproxima la devoción, esta devoción no puede sobrepasar el límite de los decretos de Urbano VIII de Non Cultu. Todo se complica aún más cuando existen pasiones políticas, y repercusiones sociales y culturales alrededor de la figura del santo, lo cual evidentemente es el caso con Mons. Romero.
Un ejemplo puntual de cómo todo esto ha desarrollado con relación a Mons. Romero es la ubicación de su Tumba. Cuando Mons. Romero fue enterrado originalmente en 1980, se colocó en un nicho en la planta principal de Catedral Metropolitana, entonces todavía bajo construcción. Cuando el Papa Juan Pablo II visitó la Catedral en 1983, se arrodilló ante la Tumba, en una famosa estampa de esa época. Sin embargo, ese espacio estaba localizado en lo que tradicionalmente es un altar, situado en un costado de la nave principal de la Iglesia. De hecho, ahora funciona como el altar del Santísimo Sacramento. La feligresía había tomado la tumba como un altar a Mons. Romero, colocando placas de gratitud por milagros recibidos, postrándose a orar, poniendo flores y velas, etc. Esto sería un incumplimiento de los decretos de Non Cultu de Urbano VIII. Pero cuando sus restos fueron trasladados a la Cripta de Catedral prevaleció el simbolismo negativo sobre otros criterios: “está enterrado en el sótano de una destartalada catedral de un pobre país de Centroamérica”, se oyó decir. (María López Vigil, Monseñor Romero, Piezas para un Retrato.)
Fue de nuevo el Papa Juan Pablo II quien desmintió la acusación de que la Iglesia quería enterrar a Mons. Romero en un sepulcro más bajo para olvidarlo. En su visita de 1996, el anciano pontífice, achacado con su años y padecimientos, descendió las gradas hacia el ‘sótano de la destartalada catedral’ para demostrar como la Iglesia honra a sus santos. Finalmente, después de que la construcción de la catedral fue terminada, los restos mortales de Mons. Romero fueron trasladados hacia el punto principal de la cripta, directamente debajo del presbiterio, como es la tradición antigua de la Iglesia (véanse los ejemplos de la Tumba de San Pedro en el Vaticano, la Tumba de San Pablo en Roma, la Tumba de San Francisco de Asís en Italia, etc.). En su recorrido por El Salvador, la Madre Teresa de Calcuta también visitó la Tumba, y la Casita donde vivió Mons. Romero (ver foto). Pero aún estas visitas de altos dignitarios del catolicismo, no pudo evitar que algunos interpretaran el contraste entre la Cripta y la Iglesia principal por encima como una dicotomía entre la “Iglesia Jerárquica” y la “Iglesia Popular”.
Será difícil cumplir al pie de la letra con los decretos Non Cultu en el caso de Mons. Romero. Sus seguidores ya le dicen “San Romero” y lo retratan con resplandores, insistiendo que “ya es santo”. Sin embargo, de manera que también desean, y exigen, que la Iglesia lo canonice oficialmente, se tendrá que establecer todo lo requisito por el proceso canónico, para asegurar que el amado mártir no será solamente un héroe popular e icono cultural, sino también un verdadero santo, del Martirologio Romano.
Mons. Romero explícitamente se sometió a esta autoridad exclusiva del Vaticano: “ser mártir supone un proceso de la suprema autoridad de la Iglesia, que lo proclame mártir ante la Iglesia Universal: yo respeto esa ley y jamás diré que nuestros sacerdotes asesinados han sido mártires todavía canonizados”. (Homilía del 23/9/1979.) Sin embargo, existe cierto enfrentamiento entre la pretensión de exclusividad de la Iglesia y el clamor popular de que, “Monseñor Romero ya ha sido santificado por el pueblo salvadoreño” (atribuido al P. José María Tojeira, Sonia Escobar, Monseñor Romero sigue vivo en su pueblo, DIARIO CO LATINO, 31 de marzo del 2008.) Para la Iglesia, “el problema” es que “una parte política quería tomarlo injustamente para sí como bandera, como figura emblemática” (Papa Benedicto XVI, Entrevista, 9 de mayo de 2007). Pero esto debe ser balanceado contra los “peligros” de “canonizar a un Monseñor bueno, piadoso, sacerdotal, pero en definitiva a un Monseñor aguado” y el de olvidar que por prioritaria que sea la pretensión de la Iglesia sobre su arzobispo, “Monseñor Romero, como salvadoreño, como ser humano y como cristiano, es de todos”. (Jon Sobrino, El proceso de canonización de Monseñor Romero, Revista ECA, 2007.)
Existe la posibilidad de un verdadero enredo en la causa de beatificación de Mons. Romero en cumplir los decretos de “non cultu” de Urbano VIII. El cumplimiento con estos requisitos debe ser confirmado en cada proceso de beatificación. DIVINUS PERFECTIONIS MAGISTER, 1983, § 6. Los decretos imponen prohibiciones de “culto” público a una persona antes de ser el culto autorizado por la Santa Sede a través de un decreto de canonización. Urbano VIII prohibe, por ejemplo, retratos de personas con un resplandor detrás de su cabeza, como se acostumbra visualizar a los santos oficiales de la Iglesia. También se prohíben construir altares, Iglesias, a esos santos. Y esto topa un poco con otro requerimiento, el cual es el requisito que un candidato a los altares tenga una “fama de santidad.” Aunque se requiere fama de santidad, que aproxima la devoción, esta devoción no puede sobrepasar el límite de los decretos de Urbano VIII de Non Cultu. Todo se complica aún más cuando existen pasiones políticas, y repercusiones sociales y culturales alrededor de la figura del santo, lo cual evidentemente es el caso con Mons. Romero.
Un ejemplo puntual de cómo todo esto ha desarrollado con relación a Mons. Romero es la ubicación de su Tumba. Cuando Mons. Romero fue enterrado originalmente en 1980, se colocó en un nicho en la planta principal de Catedral Metropolitana, entonces todavía bajo construcción. Cuando el Papa Juan Pablo II visitó la Catedral en 1983, se arrodilló ante la Tumba, en una famosa estampa de esa época. Sin embargo, ese espacio estaba localizado en lo que tradicionalmente es un altar, situado en un costado de la nave principal de la Iglesia. De hecho, ahora funciona como el altar del Santísimo Sacramento. La feligresía había tomado la tumba como un altar a Mons. Romero, colocando placas de gratitud por milagros recibidos, postrándose a orar, poniendo flores y velas, etc. Esto sería un incumplimiento de los decretos de Non Cultu de Urbano VIII. Pero cuando sus restos fueron trasladados a la Cripta de Catedral prevaleció el simbolismo negativo sobre otros criterios: “está enterrado en el sótano de una destartalada catedral de un pobre país de Centroamérica”, se oyó decir. (María López Vigil, Monseñor Romero, Piezas para un Retrato.)
Fue de nuevo el Papa Juan Pablo II quien desmintió la acusación de que la Iglesia quería enterrar a Mons. Romero en un sepulcro más bajo para olvidarlo. En su visita de 1996, el anciano pontífice, achacado con su años y padecimientos, descendió las gradas hacia el ‘sótano de la destartalada catedral’ para demostrar como la Iglesia honra a sus santos. Finalmente, después de que la construcción de la catedral fue terminada, los restos mortales de Mons. Romero fueron trasladados hacia el punto principal de la cripta, directamente debajo del presbiterio, como es la tradición antigua de la Iglesia (véanse los ejemplos de la Tumba de San Pedro en el Vaticano, la Tumba de San Pablo en Roma, la Tumba de San Francisco de Asís en Italia, etc.). En su recorrido por El Salvador, la Madre Teresa de Calcuta también visitó la Tumba, y la Casita donde vivió Mons. Romero (ver foto). Pero aún estas visitas de altos dignitarios del catolicismo, no pudo evitar que algunos interpretaran el contraste entre la Cripta y la Iglesia principal por encima como una dicotomía entre la “Iglesia Jerárquica” y la “Iglesia Popular”.
Será difícil cumplir al pie de la letra con los decretos Non Cultu en el caso de Mons. Romero. Sus seguidores ya le dicen “San Romero” y lo retratan con resplandores, insistiendo que “ya es santo”. Sin embargo, de manera que también desean, y exigen, que la Iglesia lo canonice oficialmente, se tendrá que establecer todo lo requisito por el proceso canónico, para asegurar que el amado mártir no será solamente un héroe popular e icono cultural, sino también un verdadero santo, del Martirologio Romano.
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