«LA JERUSALÉN ESPIRITUAL»
En su homilía del 9 de marzo de 1980, Mons. Romero nos hace saber que en el eventual enfrentamiento entre Juan Pablo II y la revolución nicaragüense, que explotaría en una famosa misa papal en Managua tres años después, en cual una multitud sandinista intercambió consignas y gritos con un Papa que exigió respeto y “silencio”, Mons. Romero estaría al lado del pontífice. Este sería el mismo recorrido papal durante cual Juan Pablo visitara célebremente la tumba de Mons. Romero, demostrando también que el papa estaba al lado del obispo mártir.
[Esta es la segunda parte de una serie sobre las últimas siete homilías de Monseñor Romero comenzada el año pasado. Para leer el texto original de esta homilía en español, pulse aquí. Para el texto en inglés, pulse acá. Y, para escuchar el audio de Mons. Romero pronunciando la homilía, pulse acá.]
Este tercer domingo de Cuaresma de 1980, Mons. Romero cita una carta de Juan Pablo al gobierno sandinista, observándoles que una campaña de alfabetización que no respeta la fe cristiana del pueblo e impone conceptos distintos a los valores cristianos pierde su eficacia. Eso mismo sería el tema del polémico discurso del papa en Managua en 1983, en que rechazaba las “consideraciones terrenas, compromisos ideológicos inaceptables, opciones temporales, incluso concepciones de la Iglesia que suplantan la verdadera” (Misa en Managua, 4 de marzo de 1983). Con la misma energía frustrada que acompañaría a Juan Pablo en Managua en 1983, Mons. Romero lamenta en 1980, “¡Cuántas polarizaciones, cuántas ideologías, cuántos intereses egoístas, cuántos caminos equivocados de los hombres sobre los cuales este día yo quisiera hacer resonar la palabra de Jesucristo: ¡Convertíos!, si no os convertís, pereceréis”.
Comentando “la sabia observación de Juan Pablo II a los gobernantes de Nicaragua”, Mons. Romero nos señala que el mensaje del Papa a los sandinistas, “Es lo que he dicho siempre”. En las palabras del papa, Mons. Romero ve, “lo que platicamos con él personalmente: que apoya la lucha por la justicia social, el amor a los pobres, pero que cuidemos mucho, queridos hermanos de que estos bienes de la tierra, que son justos, no nos hagan olvidar los verdaderos valores cristianos de nuestro pueblo”. El mensaje de Juan Pablo a los sandinistas encaja perfectamente con el mensaje de Mons. Romero a los pobres: “Según el plan de Dios, convertirse es el requisito necesario para la verdadera liberación” (lo considera tan importante que lo vuelve a repetir).
El desafío de Mons. Romero a los líderes del pueblo en esta homilía parte desde la llamada de Jesucristo a la conversión (Lucas 13, 2-5): “Hermanos, si alguna vez vale esta observación del Señor, aquí en nuestra patria, cuando la vida está en peligro por todas partes, es este momento: ¡convertíos!”. Y advierte: “que no nos vaya a sorprender la muerte por los caminos del pecado, de la injusticia, mucho menos del crimen, del desorden”. El reto de Mons. Romero a los liberadores también parte desde la lectura de aquel domingo, en que la voz de Dios manda a Moisés a remover sus sandalias antes de pisar sobre tierra sagrada (Éxodo 3, 5), que Mons. Romero interpreta como la necesidad de los liberadores a someterse a la voluntad de Dios: “los hombres que conducen los pueblos por los caminos de Dios deben tener ellos, personalmente, una experiencia de Dios”, dice. Los liberadores de Israel, “primero tuvieron que aprender un contacto íntimo con el Señor”, y lo mismo debe ser cierto hoy, ya que “Dios está comunicando a Moisés algo que quiere que vivamos todos los cristianos”.
Para concretar el punto, Mons. Romero lo traslada a la actualidad de hoy: “Sin duda que me escucharán muchos políticos, muchos que sin fe en Dios están tratando de hacer una Patria más justa”, supone. “Pero les diré: mis queridos hermanos ateos, mis queridos hermanos que no creen en Cristo, ni en la Iglesia: noble es su lucha pero no es completa”, si se separa de la voluntad de Dios. La conclusión desde “el escarmiento de Israel” es clara: “debemos construir según el Plan de Dios, no según las teorías de los hombres”. Es necesario poner, “sobre todos los proyectos de los hombres, sobre todo los planes políticos, sociales, terrenales, el plan de Dios”. Y es necesario someterse al plan de Dios: “déjense conducir por estos planes de Dios, por estos proyectos de la liberación verdadera, incrusten su afán de justicia en estos proyectos que no terminan en la tierra, sino que le dan a los proyectos de la tierra la verdadera fuerza, el verdadero dinamismo, la verdadera proyección, la verdadera esperanza, la trascendencia”.
Hablar de la superioridad del “Plan de Dios” sobre los proyectos meramente terrenales supone la inferioridad de estos proyectos ante ese plan, y Mons. Romero lo dice sin ambigüedades. Si algunos critican a la Iglesia diciendo que no existe un paraíso celestial en el más allá, Mons. Romero observa que no existe una utopía aquí en la tierra—esa es la verdadera fantasía, pero puede acercarnos a la voluntad de Dios: “Ningún pueblo tiene tierra que mana leche y miel pero ya ese afán de liberación, ese afán de hacer un pueblo más justo, ese afán de arrancar de la opresión y de la injusticia a los pobres y a los oprimidos, es voluntad de Dios”. La tierra prometida “no se encontrará en este mundo pero ... sí pasa por este mundo, y ... esta tierra tiene que ser ya una antesala de ese cielo donde de verdad está la tierra nueva, el cielo nuevo, donde hay verdaderas riquezas que manan leche y miel”. Por ende, la liberación verdadera, predica Mons. Romero, radica desde el “acercar a todos los hombres a esa conversión, a ese seguimiento de Cristo que va caminando hacia la Jerusalén espiritual, hacia el verdadero sentido del cielo, la verdadera resurrección”. Y si la tierra prometida es una Jerusalén “espiritual”, Mons. Romero también apunta a una “victoria final” que es espiritual: “un caminar doloroso entre llanto y luto, entre sufrimientos y penas, coronas de espinas, latigazos, torturas, pero que terminan en la victoria final: la resurrección del Señor es la resurrección de todos nosotros”.
Como de costumbre, Monseñor critica el recurso a la violencia izquierdista, incluyendo las “acciones de agitación como quemas de buses, tomas, [y] huelgas”, ya que “Todo esto también ofende la paz”. Mons. Romero detalla tanto los aproximadamente setenta asesinatos atribuibles a la extrema derecha, como también algunos diez o menos que se atribuyen a la izquierda: “No callamos los pecados también de la izquierda, pero son desproporcionadamente menores ante la violencia represiva”, y los trata según esa proporcionalidad, dando énfasis a la escalada de violencia oficial y analizando las posibles justificaciones que motivan a las dos, dando mucho menos merito a la represión oficial, cuyo fin es denegarle derechos al pueblo. Finalmente, invita a los progresistas a madurar en su capacidad racional: “Hoy se necesita mucho el cristiano activo, crítico, que no acepta las condiciones sin analizarlas internamente y profundamente”; “Ya no queremos masas de hombres con las cuales se ha jugado tanto tiempo”.
Resumiendo, interpone dos preguntas: “¿qué significa hoy para El Salvador, convertirse al Señor por los caminos de Cristo? ¿Quién es el verdadero salvadoreño que se puede llamar hoy Pueblo de Dios?” Y la única respuesta: “El que camina muy adherido a Cristo buscando esa Jerusalén Celestial trabajando por la tierra, pero no por sus propios proyectos sino según el proyecto de Dios trascendente y que nos acerca al Reino del Señor”.
Arte: Mural con la imagen de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, ubicado en el Edificio Histórico de la Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Sociales de la Universidad de El Salvador, pintado por Giobanny Ascencio y Raul Lemus con acrílico y óleos, 1991
Sigue: La tierra prometida
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