AÑO
JUBILAR por el CENTENARIO del BEATO ROMERO, 2016 — 2017:
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Lord Williams predicando a un surtido de cardenales, católicos, anglicanos y obispos ortodoxos en la abadía de Westminster. Unos 1300 asistieron al servicio. |
Lord Rowan
Williams, ex líder de la Iglesia Anglicana, pronunció el sermón en un canto de
las vísperas en la Abadía de Westminster en Londres para conmemorar el
centenario del nacimiento del beato Óscar Romero el pasado sábado 23 de
septiembre.
Gran Bretaña ha
mantenido históricamente una estrecha relación con Romero. Miembros del
Parlamento británico postularon a Romero para el Premio Nobel de la Paz en
1979. Cuando la instalación de Robert Runcie como jerarca de la Comunión
Anglicana el 25 de marzo de 1980 coincidió con el asesinato de Romero, la Catedral
de Canterbury se convirtió en la primera iglesia importante en fomentar una
devoción y admiración por el mártir salvadoreño. Runcie y Juan Pablo II
conmemoraron a Romero cuando el Papa visitó Canterbury en 1982. La iglesia
católica cercana en Canterbury ahora contiene reliquias de Romero en la forma
de una estola y de una alba. En 1998, la estatua de Romero fue instalada en la
Abadía de Westminster. En 2013, una reliquia de Romero fue instalada en la
catedral de St. George (católica) en Southwark (Londres). En 2015, se instaló
una estatua de Romero en la Catedral de St. Albans (anglicana). En 2017, un
busto de Romero fue instalado en la catedral (católica) de Liverpool.
Una
historia verdadera. Dos compatriotas galeses estaban sentados en una cantina platicando
sobre la reciente muerte de uno de sus vecinos. “¿Cuánto dejó?”, preguntó uno
de ellos. El otro levantó una ceja y respondió: “¡Todo!”
Casi
exactamente cuarenta años atrás, el 25 de septiembre de 1977, el arzobispo Óscar
Romero proporcionó una versión ampliada y más teológica de ese comentario en la
homilía de su Misa semanal. Reflexionó en esta homilía sobre el concepto bíblico
de la propiedad. En las Escrituras judías y cristianas - dijo - la propiedad, venía
prestada al usuario. Nunca era dada en absoluto. Siempre debería ser utilizada,
alquilada de Dios. De esa manera, dice, la verdad es que los ricos pagan a los
pobres la renta por la tierra cuyo uso se les presta por un dado tiempo. En un
mundo justo, así es como debemos concebir la propiedad. Se nos da algo a través
del cual quedamos libres para cumplir nuestra deuda con los pobres. Porque si
nuestro Dios está con los pobres, entonces cuando servimos a los pobres,
servimos a Dios. Cuando reconocemos nuestro endeudamiento con los pobres,
pagamos nuestra renta a Dios por la tierra que usamos. Y en esa perspectiva,
continúa diciendo, todos somos mendigos juntos. Nadie simplemente posee a
expensas de otro. Todos estamos inmersos en esa interacción. Aquellos que son
ricos—en este mundo—son quienes se les ha dado el privilegio de usar las cosas
del mundo para el bien de su prójimo. Siendo mendigos juntos nos enriquecemos
juntos. Y somos liberados de la falsedad encarceladora de suponer que el mundo
es algo que podemos poseer, ya sea como individuos, como sociedades, o incluso colectivamente
como raza humana.
Lo
que se da es dado para ser dado.
¿Qué dejó?
Todo. Nada se puede almacenar contra el juicio final. Y debemos acostumbrarnos
ahora al llamado de Dios para servir, para pagar nuestra deuda a los
necesitados.
Es un
eco inesperado de una de las grandes ideas de aquel padre de la Reforma
inglesa, William Tyndale, que habló en su propia reflexión sobre los evangelios
de la deuda que los ricos deben a los miserables. Vivimos en un mundo donde
parece que a los miserables se les recuerda constantemente su deuda con los
ricos. Pero, como dice Jesús en el evangelio sobre el uso del poder y de los recursos,
no será así entre vosotros.
Y el
evangelio promete liberarnos de ese mito de propiedad y control, ese patrón
aparentemente implacable de acumular recursos y no compartirlos.
Por
eso, en el mismo año, cuando Monseñor Romero predica sobre la esclavitud y la
libertad, describe la libertad del evangelio precisamente en términos de una
libertad de la esclavitud de querer siempre buscar la posesión. Estamos
poseídos, somos esclavos, del mito de que podemos poseer el mundo para nosotros
solos. Y nuestra verdadera liberación viene cuando comprendemos que abrir
nuestras manos, compartir lo que tenemos, eso es liberación. Cristo no quiere
esclavos, dice Romero. Él quiere que todos nosotros, ricos y pobres, nos amemos
unos a otros como hermanos y hermanas. Quiere que la liberación llegue a todas
partes para que no haya esclavitud en el mundo, ninguna en absoluto. Nadie debe
ser esclavo de otro, ni esclavo de la miseria, ni esclavo de nada.
Este
es el contenido de la revelación, esta doctrina, esta evangelización.
Es
fácil ver en estas palabras por qué es que Romero creía que nuestra liberación
nos proyectaba de manera directa hacia un nivel más profundo de comunidad.
Porque una vez que la mitología de poseer y ser poseído ha desaparecido, quedamos
libres uno para otro de una manera totalmente nueva. Y lo que resulta entonces
es una comunidad. Una comunidad en la que estamos creando la libertad unos para
otros, día tras día, en la que liberados del mito y de la esclavitud, de la
ficción, de la opresión y de la injusticia, quedamos libres para sustentar y
alimentar la humanidad del otro.
Y la
responsabilidad de todos los bautizados, insiste Monseñor Romero una y otra
vez, es la responsabilidad de crear libertad. No somos sólo receptores de la
liberación, sino que agentes de ella. No somos sólo personas que se dejan
alimentar, por la gracia de Dios y la gracia de su prójimo, sino los que tenemos
el poder y la autoridad de alimentar, nutrir, liberar.
En la
vida y en la muerte, el beato Óscar Romero pagó su deuda con los pobres. En
cada palabra que hablaba, en cada encuentro en que participaba, veía su
responsabilidad como la de un agente de la liberación de Dios, desafiando día a
día y semana por semana, en sus cartas, sus sermones y discursos públicos, la
ficción mortífera que mantenía a toda su sociedad en esclavitud. Abordó la
injusticia flagrante y desigualdad del sistema agrario de su país. Abordó la
violencia bárbara que sostenía ese sistema, y que finalmente reclamó su
propia vida.
Estaría
consternado, pero tal vez no sorprendido, de saber que esa desigualdad y esa
violencia bárbara sigue siendo una característica de tantos países de América
Central y América del Sur hasta hoy día. Y nuestras oraciones deben ser hoy para
aquellos que continúan su trabajo, de testimonio costoso, para hablar la
verdad. Él mismo describe en otra parte la propia Iglesia como, sobre todo, un
agente de la verdad en un ambiente de mitos y mentiras.
Pero
debemos recordar siempre el énfasis que hizo sobre la idea de que los pobres
tomarían su propia agencia, su propia responsabilidad. En lugar de hablar
simplemente de una Iglesia para los pobres, Monseñor Romero fue uno de los que
realmente entendieron lo que podría ser si la Iglesia fuera una Iglesia de los
pobres. Una Iglesia donde los desposeídos y los miserables encuentran su
dignidad y su agencia, su capacidad de hacer la diferencia. La liberación no es
algo que sólo recibimos, sino algo de lo que nos convertimos en agentes. Los bautizados
en Cristo, nos convertimos en agentes de ese don, semejante a Cristo y hecho
por Cristo, de traer liberación.
Y es
por eso que en otro sermón de este año, de 1977, Monseñor Romero habla—como él
suele hacer muy elocuentemente—de la Eucaristía, la Misa, como el lugar donde se
lleva a cabo la reparación, la restauración, la curación de las brechas, la
superación de la desigualdad. Ofrecemos la Eucaristía en Cristo como un medio
para hacer la paz. Lo ofrecemos, reconociendo la deuda que no debemos
simplemente a Dios, sino también a los demás. Y celebramos la Eucaristía,
verdaderamente con integridad, cuando esa es nuestra meta, cuando la comunidad
liberada se muestra capaz de compartir la libertad, liberándose unos a otros.
En un
pasaje particularmente emotivo, Monseñor Romero habla de cómo esta forma de
idear la Eucaristía ayuda a restaurar lo que él llama la belleza de la Iglesia.
Habla de la manera en que esa belleza esencial del amor divino incondicional se
encarna una y otra vez en el cuerpo eucarístico, en la comunidad reunida en la Misa.
Belleza
puede parecer una palabra extraña para usar de la Iglesia. Y la belleza es una
palabra extraña para tener en mente a quien haya visto alguna vez las
fotografías del cuerpo de Monseñor Romero, perforado por balas y cubierto de
sangre. Pero reconocer su vida y su muerte como algo que sirvió a la belleza
eucarística de la Iglesia es reconocer que sin ese compromiso de liberación, con
ese acto que nos libera de la esclavitud del mito y la ficción, la Iglesia parece
fea, la Iglesia queda desfigurada, no muestra lo que realmente es. Por la gracia
de Dios, en el Sacramento de la Eucaristía, vislumbramos fugazmente lo que
podría ser para la Iglesia irradiar la belleza de Dios en justicia,
reconciliación y reparación. Cuando nos esforzamos para que esto sea real en
nuestro propio discipulado, nos comprometemos con esa visión de la belleza de
la Iglesia, dolorosamente conscientes de lo que eso podría significar en
términos de riesgo para sus testigos.
Somos
mendigos juntos, y cuando lo hemos reconocido, la liberación comienza a cobrar
vida. Cuando la liberación comienza a cobrar vida, nos convertimos en personas que están
capacitadas en Cristo para liberarnos unos a otros. Cuando comenzamos a
liberarnos unos a otros, nos movemos hacia la plenitud de una comunidad. Cuando
nos movemos hacia la plenitud de una comunidad, mostramos la belleza del actuar
de Dios en Cristo y el actuar continuo de Dios en la Iglesia.
Al
dar gracias por la vida y el martirio del beato Óscar Romero, nos preguntamos
hasta qué punto somos esclavizados por el mito de poseer y ser poseídos. ¿Cuál
es el nivel de nuestra propia voluntad de ser mendigos juntos? ¿El nivel de
nuestra voluntad no sólo para ser liberados, sino para ser agentes de la
libertad?
Miramos
con gratitud a uno de los grandes siervos de Cristo, que está con nosotros en
la eterna comunión de los santos, que está con nosotros en la mesa eucarística
de Jesucristo, que nos llama con su sangre derramada, a ser—con él—agentes de la belleza
del pueblo de Dios, para renovar la faz de la tierra.
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