AÑO
JUBILAR por el CENTENARIO del BEATO ROMERO, 2016 — 2017:
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Foto cortesía Tania Escobar. |
Curioso cómo lo
que sería desprestigio para una figura histórica cualquiera, para un gran
mártir puede resultar hasta creciendo su perfil de santidad. Esto pareciera ser el caso después de que un
nuevo y favorecido mural del Beato Óscar Romero en un costado de la Catedral de
San Salvador donde yacen los restos mortales del mártir salvadoreño resultara
vandalizado.
En cierto
sentido, el ataque a la representación artística sirve para confirmar la
lectura del Papa Francisco al martirio de Mons. Romero como uno que “no fue puntual en el momento de su muerte”,
sino que es “también posterior” ese
martirio, ya que aun después de muerto, a través de varios ataques Mons. Romero
es “un hombre que sigue siendo mártir”.
Otro aspecto
bajo el cual el ataque agranda a Romero es que los ataques continuos a Romero
ponen en evidencia su potencia: Romero sigue vivo, y por eso lo quieren
seguir matando. Este último
ataque se suma a un largo desfile de atentados simbólicos de volver a matar a
Romero aunque ya esté muerto. El primero
hubiera sido el disparo de balas sobre su féretro durante su entierro. Otro, muy particular, sería el disparo a su
retrato en la UCA durante la masacre de los jesuitas en 1989, un verdadero
re-asesinato simbólico, de Romero. Su
estatua en la Plaza de las Américas ha sido constantemente atacada, como
también lo han sido otros monumentos, como uno en Santa Tecla en el 2016, y
otro en San Jorge en el 2015.
Finalmente, un
hecho muy revelador en este ataque más reciente es la naturaleza del
vandalismo. Fotos del daño a la imagen
ponen en evidencia que le quisieron tachar los ojos y su boca. Históricamente los ataques
simbólicos ponen en su blanco las partes vulnerables de la fisionomía como los
ojos, la boca y los genitales. En
sociedades antiguas, incluyendo Egipto y Roma, sacarle los ojos a una estatua
pretendía impedirles seguir comunicándose con este mundo. Los nativos de la Isla de la Pascua le
destruían los ojos a las estatuas de los antepasados de sus enemigos,
pretendiendo robarles la energía vital que podría protegerlos en la actualidad. En la destrucción de símbolos religiosos en
la Catedral de Canterbury en 1644, los bandidos le tacharon los ojos a los
santos, pensando evitar que pudieran ver
y por ende interceder a favor de sus devotos.
Esto encaja con
lo que hacía Mons. Romero en vida. “Para que vean cuál es mi oficio y cómo lo
estoy cumpliendo”, dijo el 20 de agosto de 1978. “Estudio
la palabra de Dios que se va a leer el domingo, miro a mi alrededor, a mi pueblo, lo ilumino con esta palabra y
saco una síntesis para podérsela transmitir ... Y por eso, naturalmente, que
los ídolos de la tierra sienten un estorbo en esta palabra y les interesaría
mucho que la destituyeran, que la callaran, que la mataran”. Esto es obviamente el problema: Romero sigue
siendo mártir (que significa testigo), y muchos quisieran impedir
su permanencia profética, y así eligen extender su martirio.
El verdadero
problema de los vándalos es que Romero ya es inmortal. “Suceda
lo que Dios quiera, pero su palabra”—decía Romero en el ’78 —“no está amarrada”. El 24 de febrero de 1980—un mes antes de su
asesinato—pronunció la sentencia definitiva en este sentido: “que quede constancia de que la voz de la
justicia nadie la puede matar ya”.
La desfiguración
de la imagen de Mons. Romero es parte de su destino martirial y quizá ni se
debería reparar la imagen, sino que venerarla y entronizarla como una reliquia
de ese martirio continuo del reino de Dios.
Romero vive, y es por eso que tienen que seguir matándolo.
La imagen en su apogeo. Foto EDH. |
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