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La homilía de Mons. Romero para el Segundo Domingo de Cuaresma de 1980 [español | inglés | audio], que se puede resumir como la purificación de la historia desde la fe, hace una síntesis de las diversas fuentes de la teología de monseñor. Proviene de varios insumos desde sus estudios del ascetismo en sus años de seminario en los 1940, hasta los ejercicios espirituales que el Card. Eduardo Pironio predicó ante el Papa Pablo VI y la curia romana en 1974. Todas las pistas llevan a Mons. Romero hacia una sola imagen que figura sobre todas las demás en su espiritualidad: “Cristo colocado en la cumbre del Tabor es la imagen bellísima de la liberación”.
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El Cristo Transfigurado resulta un estandarte que Mons. Romero le ofrece a su pueblo, triturado por la pobreza y convulsionado por el conflicto social: “Esta Cuaresma, celebrada entre sangre y dolor entre nosotros, tiene que ser presagio de una transfiguración de nuestro pueblo, de una resurrección de nuestra nación”, les dice. Como un punto de partida, reconoce que El Salvador vive una Cuaresma histórica, seglar. “No es lo mismo una Cuaresma donde hay que ayunar en aquellos países donde se come bien”, dice monseñor, “que una Cuaresma entre nuestros pueblos del Tercer Mundo: desnutridos, en perpetua Cuaresma, en ayuno siempre”. Sin embargo esos ayunos obligados pueden quedar perdidos y desperdiciados, si el pueblo no sabe dedicarlos con el apropiado sentido penitencial: “en los países pobres, en los hogares donde hay hambre debe de celebrarse la Cuaresma como una motivación para darle un sentido de cruz redentora al sacrificio que se vive”, advierte. Este será el tema de monseñor.
Las tres lecturas le darán los fundamentos necesarios para construir su alegato. La antigua promesa de Jehová a Abraham (Génesis 15, 5-12, 17-18), las advertencias de San Pablo a la comunidad cristiana de Filipos (Filipenses 3, 17; 4, 1) y—más que todo—el evangelio de la Transfiguración (Lucas 9, 28-36) aportan las bases teológicas con que Mons. Romero arma su argumento. “La primera lectura de hoy nos presenta el inicio de esa historia de salvación en el patriarca y padre de toda aquella nación, Abraham”, dice, como estableciendo el suelo de su edificación. Recuenta la historia de la promesa de Dios, de darle al anciano estéril y su esposa también infértil, una descendencia cuantiosa como las estrellas del firmamento, lo cual Abraham acepta por la fe. “Así nace el pueblo de Israel: en un pacto de Dios que pide a un hombre, una fe”, remarca monseñor. “Esta será la característica, la fe”, enfatiza. “Por eso Abraham no sólo es padre de los judíos que nacieron para poblar aquella tierra, sino que es padre del nuevo Israel: el cristianismo que nace, precisamente, por la fe”, dice monseñor. “Nosotros, cristianos, si creemos, somos hijos de Abraham, pertenecemos a la descendencia numerosa como las estrellas del cielo; y como las estrellas del cielo, jamás acabará esa raza de la fe”.
Solo esa fe, que lleva mística de nacionalidad o hermandad de todos los creyentes cuya “patria definitiva es allá dónde Cristo vive para siempre, y donde seremos felices con él, con el gran liberador”, puede ser la base de su convivencia. “En la segunda lectura de hoy San Pablo nos habla de este Cristo en el que Dios nos ofrece los proyectos de la verdadera liberación”, apunta Mons. Romero y advierte que todo lo que no se apega a la fe de Cristo, se aleja de él. “Opone a los seguidores de Cristo, los enemigos de la cruz de Cristo que solamente buscan los beneficios terrenales”, dice monseñor. “Sólo aspiran a cosas terrenas, su Dios es su vientre, su gloria son sus vergüenzas”, dice, resumiendo el epístola del apóstol: “Frases duras de San Pablo para descalificar esos proyectos de la historia que solamente buscan bienes temporales, y presentar el gran proyecto de Dios”, advierte monseñor, insistiendo que lo que da “el verdadero valor a todos los procesos liberadores de nuestros países latinoamericanos” es “la fe en Cristo”.
En contraposición a los proyectos despistados de la historia, se puede presentar la culminación y perfección del proyecto de Dios, que origina en las promesas de Dios a Israel que nos llevan a Jesús. La “historia de Israel tiene un término, una meta, una plenitud”—Jesucristo—“y la razón de esa elección de Abraham, de esa tierra prometida, de esa raza privilegiada por el Señor, es porque en su descendencia serán bendecidos todos los pueblos”, ya que Jesús figura entre los descendientes de Abraham. “Cristo que será, en cuanto hombre, hijo de Abraham y de toda su descendencia”, explica monseñor. Y cuando el evangelio lo presenta entre “dos figuras destacadas del Viejo Testamento: Moisés y Elías, el gran legislador del pueblo, y el gran profeta del Pueblo, vemos también esta gran verdad que estamos tratando de comprender: Que Cristo transfigurado, entre Moisés y Elías, es la plenitud de toda la historia de Israel”, expone monseñor. Según el relato del evangelio, Cristo aparece cubierto con un resplandor y se oye una voz desde las nubes diciendo que él es el hijo preferido de Dios. “Cristo es la gloria de Dios presente en la tierra”, explica monseñor, “humilde y sencillo hijo de la Virgen, pero él lleva escondida toda una divinidad; y en esta hora de la Transfiguración … como que desabrocha todo el secreto de lo que lleva escondido para manifestarse con la gloria de Dios”.
El relato evangélico tiene ciertas implicaciones inescapables para monseñor. Primero, está la dignificación de la humanidad como Hijos de Dios: “Tenemos el proyecto de Dios en Cristo presente sobre la montaña santa, transfigurado como el modelo del hombre, y una voz del cielo que dignifica al hombre”, diciendo que es Hijo de Dios. Reconocer que el hombre es un hijo privilegiado de Dios el Señor tiene consecuencias importantes, y explica el accionar de la Iglesia, dice monseñor. “A la Iglesia no le importa más que el hombre,” insiste desde su lectura de dignificación. “El hombre, [es] el hijo de Dios; y por eso le duele [a la Iglesia] encontrar cadáveres de hombres, torturas a hombres, sufrimiento de hombres. Para la Iglesia, la meta de todos los proyectos tiene que ser éste de Dios: el hijo, el hombre”, insiste. “Todo hombre es hijo de Dios y en cada hombre matado es un cristo sacrificado que la Iglesia también venera”, concluye en su manera característicamente directa y sencilla.
De la dignificación, el próximo paso necesario es la purificación: “Así quiere Dios a los hombres”, como Cristo alzado sobre la montaña santa: “arrancados del pecado, y de la muerte, y del infierno, viviendo su vida eterna, inmortal, gloriosa”, declara Mons. Romero: “Este es nuestro destino”. De la purificación se procede al sacrificio: “Ese Cristo que se transfigura pocos días antes de sufrir el Calvario, nos está diciendo cuál es la meta del sufrimiento al que él invita a sus apóstoles y a sus cristianos”, dice monseñor. “La Teología de la Transfiguración está diciendo que el camino de la redención pasa por la cruz y por el calvario, pero que más allá de la historia está la meta de los cristianos”—que fijan su vista en la trascendencia, que es el siguiente paso que debemos atender. “Hermanos, no perdamos de vista esta trascendencia del mensaje cristiano por más grande que sean las preocupaciones y las responsabilidades de las luchas por el pueblo; no nos quedemos así con energías inmanentes, sin trascendencia”.
Esa prédica resume eficazmente toda la enseñanza social de Mons. Romero que venía en desarrollo por todo su ministerio sacerdotal. “Desde el día en que Cristo resucitó quedó encendido en la misma historia del tiempo una antorcha de la eternidad”, resume. “Los hombres nuevos” del discurso de los obispos latinoamericanos en Medellín (1968), declara Mons. Romero, “los hombres renovados, son aquellos que con su fe en la resurrección de Jesucristo hacen suya toda esta grandiosa Teología de la Transfiguración”, sin temor a la Cruz, por su fe.
«Septem Sermones Fidei», los ultimos siete sermones de Mons. Romero
Post Datum
Dijo el Papa Benedicto XVI en el ultimo «Angelus» de su pontificado que, “En el camino cuaresmal, la Transfiguración es una muestra esperanzadora del destino final al que lleva el misterio pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo”, ratificando así la «Teología de la Transfiguración» de Mons. Romero. “Además”, dijo el pontifice, “la oración no es un aislarse del mundo y de sus contradicciones ... sino que la oración reconduce al camino, a la acción. La existencia cristiana”, concluyó el papa en su ocaso, “consiste en un contínuo subir al monte del encuentro con Dios, para luego volver a bajar llevando el amor y la fuerza que de ello derivan, para servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios”.
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