Mons. Romero jamás uso la palabra “subsidiariedad” durante su ministerio público como arzobispo de San Salvador, sin embargo confirmó inequívocamente el concepto, diciendo que “La Iglesia no quiere hacer libre al pobre haciéndolo que tenga sino haciéndolo que sea; que sea más, que se promueva”. (Homilía del 19 de junio del 1977.)
Igual que otros principios mejor conocidos como “la opción preferencial por los pobres”, la subsidiariedad es parte de la doctrina social de la Iglesia. En años recientes, el tema de la subsidiariedad se ha convertido en un punto favorito de la derecha política, porque implica que las intervenciones necesarias para mejorar las condiciones de vida de cualquier comunidad deben provenir de esta misma y no de otras instancias (por ejemplo, no de gobiernos centrales). En su plenitud, el concepto fue explicado por el Papa Pío XI—a quien Mons. Romero se refirió como “el papa que más admiro”—en su carta encíclica «Quadragesimo Anno»: “como no se puede quitar a los individuos y dar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria”—expuso el papa— “así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar y dárselo a una sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y absorberlos”. (Q.A. 79)
De hecho, las ideas de la subsidiariedad anunciadas por Pío XI—el peligro de arrebatarles la auto-independencia a las comunidades locales y de negarles la habilidad de actuar por su propia fuerza e industria, aparecen en el discurso de Mons. Romero, aunque no dice la palabra “subsidiariedad”. Esto probablemente obedece a tres explicaciones. En primer lugar, en la situación salvadoreña, había una carencia de acción estatal en el tema social y quizá lo que hacía falta era más bien que la “comunidad mayor” tomara cartas en el asunto, no necesariamente que dejara de actuar. En segundo lugar, existía una verdadera incertidumbre sobre la capacitación de los campesinos y otras comunidades (obreros, pobres, etc.) de poder defenderse, y esto imposibilitaba la subsidiariedad como una verdadera opción. Y en tercer lugar, Mons. Romero no dice subsidiariedad, pero aplica sus conceptos. Mons. Ricardo Urioste, un cercano colaborador de Romero asevera que, “Monseñor Romero estaba familiarizado con la sistematización de la doctrina social de la Iglesia, incluyendo encíclicas sociales como «Rerum Novarum» del Papa León XIII y «Quadragesimo Anno» del Papa Pío XI”. (Discurso de Urioste, 2003.) Por ende, Mons. Romero era conocedor de sus principios, incluyendo el principio de la subsidiariedad.
Mons. Romero salvaguarda el derecho a la auto-determinación: “uno de los signos de los tiempos actuales”—dice—“es este sentido de participación, ese derecho que cada hombre tiene a participar en la construcción de su propio bien común. Por eso, una de las conculcaciones más peligrosas de la hora actual es la represión, es el decir: sólo nosotros podemos gobernar, los otros no, hay que apartarlos”. (Hom. 10 jul. 1977.) Si bien cabía el principio de la subsidiariedad en la realidad salvadoreña, era en el sentido que el grupo de poder quería apachar la voluntad y los derechos de la mayoría, imponiendo sólo su propia voluntad. Pero no era solo ese el peligro, y Mons. Romero llega a advertir de otra posibilidad—la imposición forzada de la voluntad de los grupos de insurrección: si un católico se une a un grupo de liberación, que “no diga que sus compañeros católicos tienen obligación de hacerse como él también miembros de esa organización. ¡De ninguna manera!, ¡eso es libre! Cada uno tiene que llevar fuera de la Iglesia la opción concreta que él quiera en conciencia seguir”. (Hom. 2 apr. 1978.) En su última carta pastoral, Mons. Romero advierte contra lo que él llama “la idolatría de la organización”, que toca efectivamente la inquietud de Pío XI en «Quadragesimo Anno»: “Otro gran peligro de esta idolatría es cuando al subordinar todos los otros intereses del pueblo a sus ideales políticos, se desinteresa de lo que originariamente fue, tal vez, el anhelo de un pobre campesino, de un obrero: mejorar su situación; y se convierte ya en una campaña política que lo puede llevar a trágicas consecuencias”, advierte Mons. Romero. (Hom. 4 nov. 1979.)
En definitivo, a Mons. Romero le preocupó mucho que, debido a las mismas condiciones de injusticia social que la adolecían, la población salvadoreña podría no ser capaz de llevar adelante sus propios intereses. “Tiene que proponer la Iglesia, entonces, una educación que haga de los hombres sujetos de su propio desarrollo, protagonistas de la historia”, dice Mons. Romero, “No masa pasiva, conformista, sino hombres que sepan lucir su inteligencia, su creatividad, su voluntad para el servicio común de la patria. Quien tiene que ver que el desarrollo del hombre y de los pueblos es la promoción de cada hombre y de todos los hombres 'de condiciones menos humanas a condiciones más humanas',” (citando a Pío XII). Mons. Romero deja claro que la meta que él está promoviendo es la misma de la subsidiariedad: la “perspectiva de un desarrollo en el cual él tiene que estar comprometido. No esperar que se lo hagan todo, sino ser él un protagonista, poner su granito de arena en esta transformación de América”. (Hom. 22 ene. 1978.) Mons. Romero entiende que a El Salvador le falta mucho para acercarse a esa meta, y por eso presenta una meta intermedia que falta lograr: “Que el niño desde pequeño comprenda que no es un juguete, una masa, que sepa distinguir su gran dignidad personal y que sepa conocer esa gran capacidad que Dios ha puesto en su alma para educar[se],” que significa “sacar de sí mismo todas las potencias, hacerlo artífice de su propio destino, constructor de su propia vocación”, de manera que conozca “el santo orgullo de ser un hijo de Dios creador, que [significa] más que [tener] cosas iguales, sino que en cada hombre realizar un poema distinto de la vida, de la dignidad, del derecho, de la libertad, de la justicia”. (Hom. 22 jun. 1977.)
Esta insistencia de Mons. Romero de aspirar a la subsidiariedad no se desvanece con el pasar de los años, ni ante el espiral de violencia que se presenta en los últimos días de su arzobispado. “Los pobres y los jóvenes constituyen la riqueza y la esperanza de la Iglesia en América Latina”, asevera monseñor, entrando a la recta final de su ministerio. “Jóvenes y pobres van a reconstruir nuestra Patria, confiemos de verdad que así ha de ser si nos disponemos como pueblo pobre y como pueblo joven que lo es en su inmensa mayoría, a que la resurrección del Señor encuentre en esos dos grandes signos de El Salvador, pobres y jóvenes, los elementos capaces de reconstruir”. (Hom. 17 feb. 1980.)
Robert M. Waldrop, operador del comedor de beneficencia “Oscar Romero” del Movimiento del Trabajador Católico de Kansas City, un escritor de Mons. Romero y la subsidiariedad, resume: “Las enseñanzas de la Iglesia sobre la subsidiariedad nos dicen que hay papeles apropiados para las acciones del gobierno nacional, provincial y local; la sociedad civil; la Iglesia; y la familia”. La Iglesia predica que “tenemos el derecho—y el deber—de participar en nuestras propias vidas”, explica. (Entrevista, 2009.) “No debemos ser tan sólo autómatas sin mente, incapaces o no dispuestos a actuar por nuestra propia cuenta, simplemente esperando pasivamente a que algo nos suceda”, dice. Este fue precisamente el mensaje de Mons. Romero.
No comments:
Post a Comment