Harto de un “tábano”
que interrumpía el status quo, las
autoridades griegas sometieron a Sócrates — quien hoy es considerado como uno
de los fundadores de la filosofía occidental — a un juicio por supuestamente
corromper a la juventud y por herejía. Este crítico social intransigente se había
convertido en una verdadera molestia para la clase dominante, implacablemente
desafiando las suposiciones de su época, atreviendo a sus contemporáneos a
cuestionar sus vidas, a no tomar nada como un supuesto y a no aceptar ninguna
autoridad más que su propia inteligencia. No es de extrañar, que Sócrates
también fue acusado de socavar la democracia griega y fue condenado a muerte bebiendo
veneno. El ejemplo de Sócrates puede ayudarnos a entender una de las teorías
que sustentan la causa del martirio de Mons. Óscar A. Romero de El Salvador.
Una entrega
anterior examinaba el argumento de la Iglesia Salvadoreña que el odio de la
fe cristiana por parte de los asesinos de Mons. Romero se puede establecer analizando
la doctrina de seguridad nacional, y hoy nos dirigimos al argumento de que el
odio de su fe también se evidencia en su deseo de matarlo para de acabar con un
apelo irritante a sus conciencias. Tal como Mons. Romero en 1980 A.D., Sócrates
en 399 A.C. se había convertido en una fastidiosa molestia para su sociedad. Su
discípulo Platón llegaría a describir a su mentor como un “tábano”, cuyo
trabajo consistía en picar y provocar a la sociedad, que comparaba a un caballo
lento y torpe. Insistiendo en que su provocación filosófica era un aporte social
muy necesario, Sócrates declararó que “una
vida no examinada no merece ser vivida,” y prefiere su condena a retraer
sus ideas. Su intención de desafiar conceptos que encontraba defectuosos fue
resentida por algunos intelectuales prominentes. También hizo enemigos
poderosos cuando denunció lo que consideraba la corrupción de la democracia
ateniense. Su crítica social se convirtió cada vez más agravante a las élites
gobernantes e inevitablemente fue juzgado, condenado y sentenciado a muerte a
la edad de 70 años.
De manera bastante
parecida, las críticas de Mons. Romero a la sociedad salvadoreña irritaron a la
clase gobernante por su defensa intransigente de los pobres y su denuncia de
los abusos cometidos contra ellos. En su primera gran homilía, Romero anticipa la resistencia que encontrará su mensaje, cuando
humildemente afirma que “El más humilde
de toda la familia escogido por Dios para ser el signo de la unidad, este
obispo, les agradece cordialmente de estar dando con él, al mundo que espera la
palabra de la Iglesia”. Después, cuando Romero llega a reconocer que se ha
convertido en una gran molestia a los oligarcas, exhorta, “Yo les invito, hermanos, como Pastor, a que
escuchen mis palabras como un eco imperfecto, tosco” — e insiste — “no se fijen en el instrumento, fíjense en el
que lo manda decir: el amor infinito de Dios”. Apelando al Magisterio del
propio Cristo, el arzobispo exige: “¡Conviértanse,
reconcíliense, ámense, hagan un pueblo de bautizados, una familia de hijos de
Dios!” Y por último, desesperado al encontrar que sus palabras caen en
oídos sordos, Romero suplica, “Si no quieren escucharme a mí, oigan, por lo
menos, la voz del Papa Juan Pablo II...”
Pero los súbditos del
Imperio habían endurecido sus corazones y cerrado sus oídos. En vez de prestar
atención a sus llamadas a la conversión, comienzan una campaña de susurros en
su contra, para desacreditarlo y difamarlo, para hacerlo parecer despreciable
al ejército y a las bandas armadas de delincuentes que llevan a cabo los
asesinatos extrajudiciales de los que han sido calificados como enemigos del
estado. Aunque los motivos de su asesinato incluyen pretextos políticos — de que
las críticas del arzobispo favorecieron la guerrilla marxista, o que el tono de
las críticas de Romero pudo haber sido imprudente — el hecho de que otra parte
del motivo de su muerte fue silenciar a un crítico que se había vuelto
intolerable a la clase dirigente es innegable.
Como Sócrates, Romero
fue asesinado por interpelar a los poderosos a obedecer a sus conciencias. Este
mensaje de su última homilía dominical es inconfundible: “Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios.
Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su
conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado”.
Debió haber sido su sentencia de muerte. Fue asesinado al día siguiente.
Antes de su muerte,
Sócrates defendió su rol de disidente, insistiendo en que, “Si matan a un hombre como yo, ustedes mismos
se harán más daño del daño que me harán a mí”. Mons. Romero habría estado de acuerdo: “Aunque me maten, nadie
puede callar ya la voz de la Justicia”. Cegados por su indignación errada, los perseguidores apostaron que podían apagar la voz de la conciencia. Como siempre, se equivocaron.
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