BEATIFICACIÓN
DE MONSEÑOR ROMERO, 23 DE MAYO DEL 2015
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En sus últimas siete homilías dominicales, el Beato Mons. Óscar A. Romero nos presenta a la misericordia como el mensaje esencial de la Cuaresma. “No hay pecado que no quede perdonado, no hay enemistad que no se pueda reconciliar cuando haya una conversión y un retorno sincero al Señor”, exhorta Romero. (Homilía del 23 de marzo de 1980.) “¡Esa es la voz de la Cuaresma!” Repasemos las notas sobresalientes de esa grandiosa prédica.
Dios nos guarda
con la mirada de un padre amoroso: “Esta
es la ternura de Dios: incansable en perdonar, incansable en amar”, nos
asegura el mártir. (Hom. 16 mar.
1980). La ternura de Dios ha de
prevalecer a pesar de los desafíos y desaires del momento. “Y esta
Cuaresma, celebrada entre sangre y dolor entre nosotros, tiene que ser presagio
de una transfiguración de nuestro pueblo, de una resurrección de nuestra nación”. (Hom. 2 mar. 1980)
Tanto como el
Papa Francisco, que nos recuerda de las palabras del Señor, “Misericordia quiero y no sacrificio” (Mt 9,13), Mons. Romero
advierte que los ayunos y prácticas penitenciales nos deben conducir a las
obras de la misericordia: “pero más que
estas cosas oficiales, legales, yo les invito a que vivamos una Cuaresma en que
no hagamos consistir en comer tanto carne, otra cosa, sino en mortificarnos y
en compartir con los que tienen menos lo poco que nosotros tenemos. Vivir ese
sentimiento de participación, de amor, de caridad. Hacer sobre todo en nuestra
Cuaresma un gran ejercicio de reconciliación con los enemigos. Saber perdonar,
saber prepararnos para resucitar en el amor con Cristo en la Pascua próxima.” (Hom. 17 feb. 1980).
Nuestro modelo
de misericordia es la actitud de Dios con nosotros, y Mons. Romero ofrece
ejemplos concretos de esa ternura y mirada cariñosa. En primer lugar, está la encarnación de Dios
en la historia, su participación activa, y su presencia. “Cristo
es nuestro, Cristo es salvadoreño para los salvadoreños. Cristo ha resucitado
aquí en El Salvador para nosotros, para buscar desde la fuerza del Espíritu
nuestra propia idiosincracia, nuestra propia historia, nuestra propia libertad,
nuestra propia dignidad de pueblo salvadoreño”. (Hom. 24 feb. 1980).
Dios es paciente
y generoso con nosotros a pesar de nuestros defectos, y nuestra lentitud en
responder al llamado a la conversión.
Dios es compresivo: “Y nos indica
también la ternura y la paciencia de Dios esperando: tal vez el otro año, tal
vez mañana”. (Hom. 9 mar.
1980). Como el cortador que salva una
higuera que no da frutos, Dios nos acompaña en espera de los buenos
resultados. “Dios cuida de cada hombre con el cariño que aquel jardinero cuidaría
todo aquel año para que produjera fruto la higuera que tenía sobre sí la
amenaza de la muerte”. (Id.)
La misericordia
de Dios se revela en la parábola del hijo pródigo. “Más que predicar, cuando se trata de esta parábola, yo digo que
preferiría que nos sentáramos en silencio y recordáramos que esas páginas del
hijo son nuestra propia historia individual. Cada uno de ustedes, así como yo,
podemos ver en la parábola del hijo pródigo nuestra propia historia, que se
reduce siempre al proyecto que decíamos del Viejo Testamento, un cariño de Dios
que nos tiene en su casa y una ruptura caprichosa y loca de nosotros por irnos
a gozar la vida sin Dios, el pecado. Y una espera de Dios, esperando el día en
que el hijo llegue; y cuando el hijo, tocado por la miseria, por el abandono de
los hombres, se acuerda que no hay más amor que el de Dios, vuelve, y a ese
Dios que debía de encontrar resentido o de espaldas lo encuentra volteando
hacía él con los brazos extendidos dispuestos a hacer una fiesta por el retorno”. (Hom. 16 mar. 1980).
La misericordia
de Dios también se revela en su actitud con la mujer adúltera. “Hay
que fijarse en este evangelio, que es lo que tenemos que aprender”, predica
Romero invitándonos a contemplar la actitud de Jesús con el pecador. (Hom. 23 mar. 1980). Este es el criterio para lograr el equilibrio
entre la misericordia y la justicia. “Una delicadeza para con la persona. Por más
pecadora que sea, él la distingue como hijo de Dios, imagen del Señor. No
condena sino que perdona. Tampoco consiste en el pecado, es fuerte para
rechazar el pecado pero sabe azuzar, condenar el pecado y salvar al pecador”. (Id.)
En torno a la
sociedad salvadoreña (y a toda sociedad), el Beato Romero exhorta a que se
aplique la ley de la misericordia para lograr la reconciliación con Dios y la
reconciliación entre los hombres. “Yo les invito, hermanos, como Pastor, a que
escuchen mis palabras como un eco imperfecto, tosco; pero no se fijen en el
instrumento, fíjense en el que lo manda decir: el amor infinito de Dios”,
dice Romero. (Hom. 16 mar. 1980). “¡Conviértanse,
reconcíliense, ámense, hagan un pueblo de bautizados, una familia de hijos de
Dios!” (Id.)
El Beato Romero
es misericordioso con todos, hasta con los ricos. “Quiero
hacer un llamado fraternal, pastoral, a la oligarquía, para que se convierta y
viva y haga valer su potencia económica en felicidad del pueblo y no en
desgracia y ruina de nuestra población”, exhorta. (Hom. 24 feb. 1980). Romero no predica la destrucción y derriba de
la clase poderosa, sino su conversión para que pueda obtener la vida en
plentitud: “que se convierta y viva”
y se vuelva protagonista de la “felicidad
del pueblo”. Romero hace su llamado
a la reconciliación extensivo a los varios sectores de la sociedad salvadoreña
en interpelaciones dirigidas a cada segmento: al gobierno, a los grupos de
oposición popular, y a los grupos de insurrección armada (Hom. 16 mar. 1980), y
finalmente, al ejército (Hom. 23 mar. 1980).
La última
predicación del Beato Romero en el tema de la misericordia en la Cuaresma no
fue una exigencia dirigida a todos nosotros, sino que un acto de su entrega
propia. “Con fe cristiana sabemos que en este momento la Hostia de Trigo se
convierte en el cuerpo del Señor que se ofreció por la redención del mundo y que
en ese cáliz el vino se transforma en la sangre que fue precio de la salvación”,
reza en sus últimas palabras. (Hom. 24
mar. 1980). Al pronunciarlas estaba cara
a cara con su asesino, a punto de dispararle la bala que le cobraría su
vida. “Que este cuerpo inmolado y esta Sangre Sacrificada por los hombres nos
alimente también para dar nuestro cuerpo y nuestra sangre al sufrimiento y al
dolor, como Cristo, no para sí, sino para dar cosechas de justicia y de paz a
nuestro pueblo”. (Id.)
En palabras apócrifas
atribuidas al mártir después de desplomarse agonizando se plasma una última
predicación sobre el tema. “¡Que Dios tenga misericordia de los
asesinos!” Así cierra el círculo:
Dios no quiere sacrificios, sino misericordia.
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