BEATIFICACIÓN
DE MONSEÑOR ROMERO, 23 DE MAYO DEL 2015
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En su reciente carta felicitando a El Salvador por la beatificación de su
arzobispo mártir Mons. Óscar A. Romero, el Papa Francisco se refirió a la
belleza natural salvadoreña, describiéndolo como “ese hermoso país centroamericano, bañado por el Océano Pacífico”. La apariencia de un halo solar durante la
ceremonia parecía colmar la belleza natural de la beatificación que tuvo un
volcán como trasfondo. En la teología de
la creación, el arco iris representa la alianza entre Dios y Noé después del
diluvio. “Esa alianza del arco-iris”, predicaba el Beato Romero el 11 de marzo de 1979, “esa alianza de Dios entregándole al hombre
una naturaleza purificada del pecado por el castigo del diluvio, es una alianza
que le exige al hombre un respeto a la naturaleza”.
A sus denuncias sociales, el Beato Romero
agregó también una denuncia ambiental: “está
contaminado el aire, las aguas; todo cuanto tocamos y vivimos; y a pesar de esa
naturaleza que la vamos corrompiendo cada vez más, y la necesitamos, no nos
damos cuenta que hay un compromiso con Dios: de que esa naturaleza sea cuidada
por el hombre”. Mons. Romero
explicitó advertencias ecológicas: “Talar
un árbol, botar el agua cuando hay tanta escasez de agua; no tener cuidado con
las chimeneas de los buses, envenenando nuestro ambiente con esos humos
mefíticos; no tener cuidado donde se queman las basuras; todo eso es parte de la alianza con Dios”.
El Beato Romero, igual que San Francisco de
Asís y el papa que ha tomado su nombre, también elevó un cántico de alabanza a
Dios por las maravillas de la creación, en el pequeño paraíso tropical de su
patria: “¡Qué hermosos cafetales, qué
bellos cañales, qué lindas algodoneras, qué fincas, qué tierras, las que Dios
nos ha dado!,” clamaba Romero en su homilía del 11 de diciembre de 1977.
Y decía ese 25 de diciembre que “en la belleza de las cosas, en el orden, en la grandeza, en la
hermosura de todo lo creado, sentimos una huella de Dios, una palabra, un eco
de Dios”. La magnitud de la
naturaleza es humildad del hombre que le señala su lugar y la grandeza de Dios:
Quien mira la creación, quien ve la
conservación tan equilibrada y tan maravillosa de la naturaleza; y aun aquél
que siente el estremecimiento de los terremotos; y siente las llamaradas de los
incendios; las fuerzas de los huracanes; la belleza de la creación y la sublimidad
de los fenómenos que el hombre sólo puede admirar, pero no puede frenar. La
tempestad misma que Pedro sintió en el Lago de Genezareth. Qué chiquito se
siente el hombre ante éstas manifestaciones de la omnipotencia del Creador en
su creación. Son testimonio de sí mismo. Testimonio perenne, donde quiera que
abramos los ojos o los oídos o captemos el susurro de la creación, Dios nos
está hablando.
(Homilía del 13 de agosto de 1978.) Sin embargo, Romero no se queda en una
admiración superficial, sin consecuencias.
Inmediatamente reconoce que la hermosura de esa naturaleza está como
hipotecada por la situación de pecado social.
Por ejemplo, en su homilía antes citada del 11 de diciembre de 1977 pasa
a decir, después de su elogio de la creación que “cuando la vemos gemir bajo la opresión, bajo la iniquidad, bajo la
injusticia, bajo el atropello, entonces, duele a la Iglesia y espera una
liberación que no sea sólo el bienestar material, sino que sea el poder de un
Dios que librará de las manos pecadoras de los hombres una naturaleza que junto
con los hombres redimidos va a cantar la felicidad en el Dios liberador”.
Al reconocer las sombras que opacan un
paraíso terrenal, Romero no deja que su cántico se vuelva una marcha fúnebre,
llena de pavor, sino un himno de esperanza, prefiriendo cantarle a su tierra
iluminada por la palabra de Dios: “me
parece que nunca la patria es tan bella como bajo la luz de este sol del
transfigurado, en el rostro de Cristo convertido en sol”, predicó el 6 de
agosto de 1978, en el marco de la Fiesta Patronal de la Transfiguración. “Cuando
el pecado de los hombres sometió la naturaleza a la esclavitud, al egoísmo, a
las pasiones, en Cristo encontramos la esperanza de la restauración, la belleza
primigenio y la esperanza de su restitución lo que nos hace ver la maravilla de
nuestros volcanes, de nuestros lagos, ríos, llanuras y mares embellecidos como
nunca”—agregó—“porque si es cierto que
gimen bajo el peso del pecado y del egoísmo, en Cristo anhelan y esperan la
salvación de todos los hombres a los cuales la misma naturaleza inanimada, está
íntimamente unida”.
Treinta años antes de que el Papa Benedicto
XVI reclamara por la desigualdad ecológica y los “prófugos ambientales” en sus
mensaje por las XL y XLIII Jornadas Mundiales de la Paz, el Beato Romero
arremetió contra las condiciones precarias en que se situaban los pobres, que
los dejaban particularmente expuestos a las calamidades ambientales, a veces
citando estadísticas del acceso al agua y a la energía. Tras tormentas que dejaron numerosos
damnificados en El Salvador, Mons. Romero sentenció en su homilía del 9 de
septiembre de 1979: “Todas esas víctimas,
hermanos, no sólo son del temporal, sino que lo triste es que es una situación
que delata nuestra manera pobre de vivir”.
Citando descripciones de las condiciones miserables de las viviendas, el
Beato Romero denunció que “una vivienda
como esa no merece el nombre de vivienda. Así viven miles y miles”. Aseveró que esa situación violentaba la no-exclusión
dictaminada por el evangelio.
En otras ocasiones, el Beato Romero
amonestó por la falta de justicia en la repartición de la tierra y por la
necesidad de tener una reforma agraria. Declaró que “la tierra
está muy ligada a las bendiciones y promesas de Dios” y advirtió en su
homilía del 16 de marzo de 1980 que “No
habrá verdadera reconciliación de nuestro pueblo con Dios mientras no haya un
justo reparto, mientras los bienes de la tierra de El Salvador no lleguen a
beneficiar y hacer felices a todos los salvadoreños”. En otras ocasiones, como el 4 de junio de
1978, reclamó por la necesidad de acceso al agua de la gente: “al dolor no solamente en las colonias de San
Salvador, sino también en las zonas campesinas, ver cuánto tiempo y energías
pierden nuestros campesinos, y aun en poblados pequeñitos, yendo a buscar en
barriles o en cántaros el precioso líquido”.
Como todos sus reclamos, el Beato Romero
supo señalar las fuentes teológicas de sus peticiones. Al hablar del agua, recordaba que “el agua tiene un lenguaje único, el agua que
nuestras bocas sedientas toman con avidez”, decía el 26 de febrero de 1978,
pero señalando el “ansia de encontrar el
agua que salta hasta la vida eterna”.
Y así como los compromisos ambientales nos llevan a profundizar el
compromiso con Dios, nuestra relación con Dios conlleva exigencias de cuidado a
la creación. El 11 de marzo de 1979, el
Beato Romero interpeló: “Cuidemos,
queridos hermanos salvadoreños, por un sentido de religiosidad también, que no
se siga empobreciendo y muriendo nuestra naturaleza. Es compromiso de Dios que
pide al hombre la colaboración”.
“Contemplando la belleza de la naturaleza y del esplendor del pasaje salvadoreño”, dijo el cardenal Amato en la homilía de la beatificación, “Romero solía decir que el cielo debe iniciar aquí en la tierra”. El “Laudato
Sí” del Beato Romero incluyó una alabanza a las maravillas de la creación
como evidencia de la grandeza de Dios el Creador, como una exigencia a nuestra
responsabilidad siendo custodios de la tierra, y como un resplandecer de
esperanza para nuestra salvación.
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