En sus tres años como
arzobispo de San Salvador, Oscar Romero citó a San Agustín a menudo. Como parte
de nuestro Romero para el Año de la Fe, he aquí una colección de tales citas en
la Fiesta de San Agustín.
Cristiano y obispo
Esta mañana, aquí en la Catedral
de San Salvador, haciendo mía la palabra del famoso obispo San Agustín puedo
decirles: con ustedes soy el cristiano, para ustedes soy el Obispo. (Homilía del 23 de marzo de 1978.)
La palabra queda
Qué hermosa consideración hace
San Agustín: La voz es el ruido que llega hasta el oído, pero en esa voz va la
Palabra, el Verbo, una idea. En esta misma mañana esto está sucediendo
aquí en Catedral y a través de la radio. Escuchan la voz, pero la voz, una vez
que deja de emitirse, termina; es un ruido; pero queda una palabra, la palabra
es la idea. Esta sublime filosofía
quiere decir: todos los que predican a Cristo son voz, pero la voz pasa, los
predicadores mueren, sólo queda la Palabra. La Palabra queda y este es el gran
consuelo del que predica: mi voz desaparecerá pero mi palabra que es Cristo
quedará en los corazones que lo hayan querido recoger.
La Iglesia es Cristo encarnado en
la carne real, concreta; y esa carne que hoy puede ser carne de una prostituta,
mañana puede ser la carne arrepentida de una santa como fue la Magdalena. Y esa
carne que hoy es carne de un San Agustín, en devaneos mundanos y libertinos,
que le parecía que no se podía ser casto, mañana puede ser la carne de San
Agustín el pecador arrepentido. (Homilía del 17 de diciembre de 1978.)
Creemos lo que queremos creer
Hay un dicho de San Agustín que
me parece que es muy oportuno en nuestro tiempo: libenter id quod volumus credimus, que quiere decir: que
con mucho gusto creemos lo que queremos creer. Por eso se hace tan
difícil creer la verdad porque muchas veces no quisiéramos creer la verdad,
molesta la conciencia; pero la verdad aunque moleste hay que aceptarla y hay
que querer creer en ella para que el Señor nos bendiga siempre con esa libertad
de quien ama la verdad y no vende la verdad, la pluma, la voz, el medio de
comunicación, al mejor postor, al que da más dinero, al interés, al
materialismo. ¡Lástima tantas plumas vendidas, tantas lenguas que a través de
la radio tienen que comer y se alimentan de la calumnia porque es la que
produce! La verdad muchas veces no produce dinero sino amarguras, pero vale más
ser libre en la verdad que tener mucho dinero en la mentira. (Homilía del 7 de mayo de 1978.)
No bastan las apariencias
No basta venir a Misa el domingo;
no basta llamarse católico; no basta llevar al niño a bautizarlo, aunque sea en
una gran fiesta de sociedad. No basta apariencias, Dios no se paga de
apariencias. Dios quiere el vestido de la justicia; Dios quiere a sus cristianos
revestidos de amor; Dios quiere a los que participan en su festín que hagan un
esfuerzo personal, porque Cristo es el principal en salvarnos, pero no te
salvarás sin ti, decía San Agustín. No te salvará sin ti el que te pudo crear
sin ti. Para crearte, sí, no necesitó tu consentimiento; pero para
salvarte necesita el uso de tu libertad, que sepas usar tus bienes, tu persona,
tus cosas. Libremente, con sentido de justicia y de caridad. (Homilía del 15 de octubre de 1978.)
¡Oh hermosura!, siempre antigua y siempre nueva, ¡qué tarde te he
conocido!
Para muchos no les llena la
religión porque ellos prefieren estar vacíos de religión. Llénense de
interioridad y verán lo que decía San Agustín pecador: Andaba fuera de mí y no
encontraba la paz, Y, tonto, yo no sabía que la hermosura: que andaba buscando
afuera, ¡Tú les dabas hermosuras! ¡Estabas dentro de mí llamándome, para que
por dentro yo mirara mi hermosura interior! Cuando entré de esas falsas
hermosuras que me hacían pecar a la interior hermosura de mi vida y mi relación
contigo, ¡Oh hermosura!, siempre antigua y siempre nueva, ¡qué tarde te he
conocido!. Pero lo conoció, se salvó y fue santo. No importa lo pecador
que haya sido un hombre cuando encuentra la hermosura interior de la relación
con el Señor. A esto nos llama hoy, contra todos esos vacíos, de hacer
consistir la religión en cosas exteriores.
Lo podemos hacer nosotros si
obedecemos la ley del Señor. Sobre todo, esto: sentir a Dios tan cerca cuando
lo invocamos. Saber que si yo trato de obedecer a su ley, cuando tengo
necesidad de Dios, lo invoco y sé que está aquí nomás. No se me ha ido. Yo soy el
que tomo conciencia de su cercanía. Allí estaba—decía San Agustín—y no
lo sentía porque vivía fuera de mí. Pero cuando oro con la tranquilidad
de hacer la justicia y obedecer a Dios, lo siento de verdad. ¡Oh
hermosura siempre nueva y siempre antigua!. (Homilía del 2 de septiembre de 1979.)
¡Qué loco era yo—dice San Agustín—buscaba
la hermosura que yo veía, en las criaturas; y me olvidaba que esa hermosura
Dios se las estaba dando. Quería yo esa hermosura contra ese Dios y me olvidaba
que el Dios que daba esa hermosura es el Dios que yo llevaba por dentro. Y
vivía fuera de mí, olvidándome que adentro de mí tenía toda esa verdad, toda
esa belleza, toda esa riqueza!.
¡Qué maravillosa descripción del
pecador! El pecador es el hombre salido de sí y que no encuentra en sí mismo lo
que lleva de Dios, y por eso lo busca desordenadamente, prostituyendo las cosas,
olvidándose que todo viene de Dios. ¡Ah!, si se tuviera en cuenta que las
fincas, las haciendas, los ganados, las cosas de Dios les está dando el ser, no
se usaran como instrumentos de explotación, no se usaran con injusticia y con
egoísmo, se usaran como en esta ceremonia de la Pascua de Guilgal: cortarían
las espigas y alabarían a Dios que les ha dado tierra y les ha dado fruto de la
tierra; y compartirían con sus hermanos, en una verdadera fiesta de Pascua, la
reconciliación de los hombres en torno de los frutos de la tierra. ¡La
reconciliación en vez del pleito!.
(Homilía del 16 de marzo de 1980.)
El deseo de la humanidad por la verdad de Dios
Es un momento precioso para
sentir que esa ansia de justicia, de verdad, de absoluto, de trascendencia,
corresponde a un anhelo profundo del hombre que nadie lo puede llenar si no es
el Espíritu mismo de Dios que viene a tomar posesión y a llenar ese inmenso
vacío que el hombre como San Agustín va buscando en el mundo soluciones y no
puede encontrar: Nos hiciste Señor para Ti y nuestro corazón anda inquieto hasta
descansar en Ti. (Homilía del 3 de junio de 1979.)
Cuando descansa en Dios. Dichoso
el inocente que jamás ha traicionado la ley de Dios, qué pocos son, pero los
hay gracias a Dios. Dios me ha hecho para él y toda mi razón de ser, el cultivo
de mis cualidades, el desarrollo de mis facultades, toda mi vida será feliz
desarrollándose, si tiene como centro la gloria de Dios. (Homilía del 11 de septiembre de 1977.)
Queridos hermanos, la vocación
del Trascendente, si no logra su diálogo con Dios, su intimidad con el Señor. (Homilía del 26 de agosto de 1979.) Aunque hubiera aquí algún ateo que se gloría
de no creer en Dios, no es él el que define su naturaleza y su relación con su
Creador. Aún protestando de Dios, el hombre siempre es un ser trascendente
hacia Dios y siempre, hasta en el incrédulo, se tiene que verificar lo que
decía San Agustín, el gran humanista, que también caminó por caminos de
incredulidad y no fue feliz … Sólo Dios es el punto de gravedad en que el
hombre descansa. Como cuando la piedra ha llegado al abismo, como cuando Cristo
ha subido hasta Dios. (Homilía del 27 demayo de 1979.)
Hay un atractivo mutuo entre el
Dios que nos creó para Él y los hombres que hemos recibido inteligencia,
libertad y muchas capacidades; no para malbaratarlas ni para abusar, sino para
encontrar su plenitud en ese objetivo de su naturaleza, en ese principio y fin
de su ser. (Homilía del 10 de diciembrede 1978.)
El arbolito de la Iglesia
Los primeros creyentes de Cristo
que hacían signos: no les hacían daño los venenos, hablaban diversos lenguajes,
eran signos del poder de Dios para decir que con la Iglesia iba esa potencia
del Dios que lo ha creado todo. El sentido de los carismas, el sentido de estos
prodigios de las curaciones, de las lenguas, no son juguete, no son
exhibicionismos ni vanidades, sucedieron en un tiempo cuando se necesitaba,
como dice San Agustín, para regar el arbolito de la Iglesia.
Como todo arbolito que se riega necesita esa agua de los prodigios de Dios, una
vez que el árbol se ha hecho corpulento, ya no lo estamos regando. Aunque
florece el árbol, y cada floración, y cada cohollo es como una vida nueva que
en el árbol, a veces centenario y quizás milenario, está indicando que hay
vida, ternura, hay frescura, así es la Iglesia. La Iglesia sigue siendo ese
prodigio de Dios en la historia pero lo será mientras se oriente en su función
trascendente. (Homilía del 27 de mayo de 1979.)
La ‘debilidad de Dios’ es fuerza del hombre
Sigamos haciendo de nuestra diócesis, la Iglesia soñada, la que soñó Cristo al ponerla toda ella amparada en su propia debilidad, amparada en la fuerza de Dios que le viene de la oración. San Agustín decía una frase muy bonita que yo quisiera que se le grabara todos: La oración es la fuerza del hombre, porque es la debilidad de Dios. Es como un papá ante la debilidad de un niño, se siente débil y se acerca a él y le ayuda en su debilidad. Esta es nuestra Iglesia: débil, pero con la fuerza de Dios. Oremos mucho, porque así atraeremos hacia nosotros ese Dios que se hace débil cuando los débiles le piden su protección. (Homilía del 16 de octubre de 1977.)
La victoria que vence al mundo
Decía San Agustín, hablando de
los mártires: ¿Ves al verdugo con su espada triunfante sobre el cadáver del mártir?
¿Quién ha vencido?. ¡No hay duda de que ha vencido la víctima! El que
ha vencido por la fuerza bruta de la espada no ha comprendido la grandeza del
que ha sabido dar su vida por un ideal altísimo. Esta es la verdadera victoria
que vence al mundo. (Homilía del 27 de mayo de 1979.)
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