Monday, April 13, 2015

El Concilio de Antigua


 

El documento emitido por una asamblea de obispos centroamericanos que Monseñor Óscar A. Romero asistió en Antigua Guatemala en 1970 pudiera ser considerado entre las constituciones doctrinales de la teología de Romero una década después.  En el análisis inicial, el documento parece confirmar que la “radicalización” de Mons. Romero fue, por lo menos en parte, un recurso a una línea pastoral autorizada por los obispos centroamericanos 10 años atrás.

En junio de 1970 Romero participó en la XV Asamblea del Consejo Episcopal de América Central (CEDAC) en Antigua Guatemala.  Romero ya había participado como sacerdote en años previos, en su calidad de secretario del CEDAC, pero esta sería su primera participación siendo obispo con plena facultad de miembro del cuerpo.  La inspiración de esta asamblea, escribió Romero, sería “el mismo espíritu del Concilio de Medellín” de 1968.  Es decir, los obispos centroamericanos buscaban aplicar la doctrina del Concilio Vaticano II a la realidad de América Central bajo los mismos lineamientos que guiaron a CELAM en Medellín, la conferencia episcopal que proclamó su “opción preferencial por los pobres” y fue un hito en el surgimiento de la “teología de la liberación”.

Si bien es cierto que Romero no fue un autor activo del texto, y nunca lo cita en su prédica, es evidente que este constituye el puente conceptual entre el Concilio, Medellín, y la eventual línea pastoral de Mons. Romero.  De hecho, Romero se adueña del texto y sus ideas, transmitiéndolo en su país en una serie de columnas periodísticas en 1970, aunque advierte que la parte “dura” del mensaje no debe confundirse con el “espíritu demagógico con que otros falsos profetas siembran el odio y la violencia”.  Romero, “Una voz de alerta,” La Prensa Gráfica, 16 de Junio de 1970.

El mensaje citado por Romero contiene una clara denuncia de la injusticia social, evidenciada por “el hambre y la miseria, las enfermedades de tipo masivo y la mortalidad infantil, el analfabetismo y la marginalidad, profundas desigualdades en los ingresos y tensiones entre las clases sociales, brotes de violencia y escasa participación del pueblo en la gestión del bien común”.  Los obispos centroamericanos, incluyendo Romero, no son tímidos a la hora de atribuir responsabilidad por dichas condiciones, reprochando “la creciente manifestación de egoísmo en los sectores económicamente satisfechos”, quienes “en su afán de mantener sus privilegios, toman medidas de represión y obstaculizan la promoción y el desarrollo”.

Entre los pasajes más importantes destacan los que se refieren a la represión usada para imponer condiciones injustas: “escudándose en calificativos ideológicos y justificándose en la conservación del orden, apelan incluso a la fuerza y la violencia para mantener el actual orden de cosas que les resulta del todo favorable”.  Esta denuncia no se queda en el aire como cosa teórica, sino que se fundamenta con detalles: “Es públicamente conocido que muchos ciudadanos han sido sometidos a torturas físicas y morales. Con horror y pesar recibimos, casi a diario, la noticia del hallazgo de cadáveres espantosamente desfigurados y mutilados”.  Es impactante comparar estas palabras con las denuncias concretas de Mons. Romero durante su arzobispado, diez años más tarde (son muy parecidas).

En sus notas periodísticas, Romero cita el documento de Antigua en sus incisos que lamentan que se nieguen “al obrero y sobre todo al campesino la libertad de asociación que el magisterio pontificio viene reclamando desde 1891”, como también que los “medios de comunicación social ... no cumplen con su misión o carecen de una información objetiva, o deforman interesadamente, la que proporcionan”.  Los obispos citan frases bíblicas que desautorizan la violencia y la falta de solidaridad, como las palabras de Cristo a Pedro (Mt. 26, 52) y la interpelación de Dios a Caín (Gen. 4,10).  A estas, Romero añade la alocución del Beato Pablo VI para clausurar el Concilio en que defiende la habilidad de la Iglesia para ofrecer aportes a los gobiernos civiles sobre asuntos tradicionalmente fuera de su competencia: “la situación de una Iglesia que, en medio de un mundo olvidado de Dios y de la verdadera grandeza del hombre, había tenido la audacia de proclamar los derechos de Dios y de los hombres”.  Romero, “La voz de la Iglesia de Centroamérica”, La Prensa Gráfica, 15 de Junio de 1970.

El documento finaliza con llamados individualizados a los varios sectores de la sociedad centroamericana — a los estados y los sectores gubernamentales, a las fuerzas armadas y autoridades de seguridad, a los empresarios y fuerzas de producción, a los educadores, a los jóvenes, y a los grupos de subversión — en una manera muy evocadora de llamados similares incluidos de en la penúltima homilía dominical de Romero del 16 de marzo de 1980.  Resalta que Romero relata esta parte del documento de los obispos en una columna que titula “¡Dios lo quiere!” (La Prensa Gráfica, 4 de Agosto  de 1970.)  La misma frase “Dios lo quiere” destaca en las últimas palabras de la futura homilía del 16 de marzo de 1980, que finaliza: “Dios lo quiere, reconciliémonos y así haremos de El Salvador una patria de hermanos, todos hijos de un Padre que nos está esperando a todos con los brazos abiertos”.  La correspondencia entre los dos mensajes de Romero impartidos diez años aparte es espeluznante.

Finalmente, no se puede olvidar el contexto de este documento pastoral que fue promulgado en la ciudad de Antigua Guatemala, la capital vieja de la República Federal de Centro América (1824-1839), que incluyó a El Salvador.  Más importante aún que el peso político-histórico de la ciudad debe ser la importancia espiritual que cobraba, como la cede del CEDAC y como el sitio de un retiro espiritual en que Romero participó en 1972 con el Cardenal Eduardo Pironio, su gran asesor y amigo.  Finalmente, la posición que la Antigua ocupa como tradicional destino de peregrinación para Semana Santa la hacen como un prototipo de Jerusalén centroamericano, que justificaría trasladar el mensaje de Antigua al “pueblo crucificado” de El Salvador.

Mons. Romero, quien calificó a su iglesia como La Iglesia de La Pascua en su primera carta pastoral, pensaría la Ciudad del Vía Crucis una verdadera ciudad modelo.  Hacia allá tienen que caminar todas las historias”, declaró un mes antes de su martirio, “a hacer hombres que después de vivir con su cruz a cuestas resuciten a la libertad que ya se debe de saborear también en esta tierra, pero que no se tendrá definitiva hasta que disfrutemos la plenitud del Reino de Dios”.

En su pueblo, Mons. Romero reconoció el Vía Crucis, para cual Antigua le sirvió de Vía Lucis.

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