Treinta y cinco años es bastante tiempo. Si
Monseñor Óscar A. Romero hubiera mirado treinta y cinco años hacia atrás en
1980, así como nosotros volteamos a ver su martirio de ese año, hubiera tenido
que volver su mirada hasta 1945, el año del fin de la segunda guerra mundial.
Otra forma más obvia de ilustrarlo, es decir que un bebé nacido cuando Romero
fue asesinado tendría, por supuesto, treinta y cinco años hoy.
Si Romero hubiera nacido en 1980, hoy
tendríamos al padre Romero de 1952 —
el año que Romero tuvo 35 años de edad. Ese fue el año que Romero escribió
sobre una venidera conferencia de la Iglesia en Colombia para estudiar las
cuestiones sociales enfrentando a los campesinos de América Latina. “La iglesia va al campesino”, escribió Romero,
“generosamente para amarlo, para elevarlo
y hacerlo sentir su grandeza de hijo de Dios y rey de la creación”.
Contrastó el acercamiento de la iglesia con el de “los ricos, dueños de las fincas y haciendas”, quienes iban al
campesinado “con el mezquino y egoísta
afán de explotar y escandalizar”.
El Romero de treinta y cinco años lamentó
la actitud prepotente que exhibían los urbanos airosos hacia los campesinos: “un sentido de superioridad tan marcado que
casi se diría que vivimos de nuevo la era del os amos y los esclavos”,
arremetió Romero. Advirtió que tal desprecio alimenta la explotación y la
injusticia, y denunció las desigualdades entre las clases. “La cosecha abundante y las altas
cotizaciones sonríen como una esperanza para las arcas acaudaladas que darán
pábulo a todos los lujos y caprichos”, escribió, “mientras el pobre cortador, mal pagado, duerme sin ilusiones, bajo el
ajeno cafetal para digerir la grosera tortilla con frijoles — único sustento que para él tiene el patrón
en toda la temporada”.
En los primeros treinta y cinco años de vida
de Romero, su conciencia social sólo empezaba a formarse, pero palabras tales
como las anteriores demuestran que Romero no fue ni ciego ni indiferente a la
injusticia social cuando tuvo treinta y cinco años de edad. Del mismo modo, en
los treinta y cinco años desde la muerte de Romero, estamos sólo empezando a
apreciar el perfil completo del Santo. No es la caricatura que a veces nos han
presentado, un hombre que no existió hasta los últimos tres años de su vida o,
mucho menos, que no le importó ni lloró la injusticia durante los primeros
sesenta años de su vida. Por contrario, fue un hombre que emprendió un proceso
permanente de conversión que lo puso sobre aquel camino difícil hacia el
martirio que la iglesia ha reconocido finalmente después de treinta y cinco
años.
Es cierto que Romero se volvió más “radical” al final. Parte de la razón de
su carácter radical fue que la situación se hizo más radical, más desesperada y
más extrema. Pero Romero también se volvió más “radical” en el verdadero sentido de la palabra. La palabra “radical” proviene del latín radic-, radix, que significa “raíz”. Al final de su vida, Romero
volvió a la idea raíz que había expresado como un sacerdote de treinta y cinco
años: que la iglesia debe acercarse a los pobres, a los campesinos, para elevarlos
y ayudarles a experimentar la grandeza de considerarse hijos de Dios. “La verdadera promoción”, predicó Romero
en marzo de 1980, “es sentirse
hijo de Dios”.
Había escrito ese mensaje con tinta a sus
treinta y cinco años, y hace treinta y cinco años, plasmó el mismo mensaje en
sangre; y es ese el mensaje que da sentido a su martirio el día de hoy. Treinta y cinco años después, la Iglesia, y todos nosotros, lo entendemos un poco mejor.
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